Cuatro palabras como disparos
Cuatro palabras como disparos

Raúl Castillo

Un día de 2018, la Fuerza de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana entró a la casa en la que vivía el protagonista de esta historia. Echaron todo abajo. Esa vez, el allanamiento no pasó a mayores, pero en la familia quedó el miedo de que volviera a suceder y tuvieran un saldo que lamentar. Por eso, la madre mandó lejos a sus hijos. Pero un día estaban de visita y aquel miedo, se transformó en una pesadilla.

Con 17 años no se supone que la policía te vea como una amenaza. Que entren a la casa, te pongan de rodillas y te den cuatro tiros. No se supone que maten también a tu hermano, tres años mayor. Que los acusen de delincuentes.

Pero pasa que a veces vienes al mundo con una etiqueta que se convierte en tu sentencia de muerte. 

La de Pedro, como la de su hermano Jorge, era ser un joven de La Vega, uno de los barrios más grandes de Caracas. Solo eso: ser de un barrio. Fue por eso que el 8 de enero de 2021, dos funcionarios de la Fuerza de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), lo arrodillaron y le dieron cuatro tiros. Murió a las 2:00 de la madrugada en el Hospital Pérez Carreño. Así como mataron a otras 37 personas ese año en la zona, 28 a manos de la FAES, de acuerdo con los registros del Monitor del Uso de la Fuerza Letal de Venezuela (MUFLVEN).

La recuerdan como “La masacre de La Vega”.

Pedro nació el 25 de enero de 2003. Su infancia fue como la de cualquier niño del barrio: con carencias económicas, pero feliz. Hasta que cumplió 10 años. A partir de ahí la vida le presentó las dificultades que fueron resquebrajando su inocencia. Nerio, su padre, falleció. Su mamá le explicó que no lo vería más nunca, y que debía ser fuerte. Desde entonces asumió que debía cargar sobre su espalda la responsabilidad de proteger, como pudiera, a su familia. Ayudar a Ana, su mamá, con las cosas de la casa. Estar para lo que Karen, su hermana mayor, necesitase. Ser la mano derecha de Jorge, su hermano mayor. Y que no le faltara nada a Celeste, su hermanita.

Fue por eso que, en contra de la opinión de su mamá, a los 13 dejó los estudios y empezó a trabajar. Se paraba a las 5:00 de la mañana y se iba al centro de la ciudad a vender café. Con el dinero que ganó, compró medias y empezó a venderlas. Así ganaba más dinero. No se supone que a esa edad debas hacerlo, pero para él se trataba de supervivencia: no le gustaba que su familia pasara hambre. A su casa llegaba con un arroz, con una harina, con un pollo o lo que fuera. 

Pero nunca con las manos vacías.

Quería que todos se sintieran orgullosos de su sacrificio.

Pero si a los 10 comenzó a resquebrajarse la inocencia propia de su edad, a los 15 se terminó de romper.

Un día de 2018, funcionarios de la FAES entraron a su casa. Rompieron todo a su paso y se fueron. Días atrás, algunos jóvenes del barrio habían robado a un dirigente político chavista. Como no dieron con los responsables, advirtieron a un grupo de chamos que, tarde o temprano, todos pagarían. Y allí estaban Pedro y Jorge, sin haber hecho nada, amenazados de muerte. 

Temerosa de que la FAES volviera por sus hijos, Ana decidió enviarlos a La Yaguara, a casa de una hermanastra. Pero como Pedro era de esas personas que se niegan a inclinar la cabeza ante nadie, después de algunos desplantes prefirió mudarse a casa de una tía, quien vivía en Barlovento.

La noche del 6 de enero sonaron varios disparos.

Pedro estaba en La Vega con su familia, pues fue a pasar diciembre con ellos después de dos años de estar distanciados. Era el cumpleaños 13 de Celeste, así que pasaban un rato alegre en familia recordando viejos tiempos. Para ese día, grupos armados, supuestas células de la megabanda de la Cota 905, rondaban por el barrio. Estaba en todas las noticias. 

—Están buscando lío—, le dijo a su hermana Karen refiriéndose a los delincuentes—. Se llega a meter la policía al barrio, y te apuesto que matan a puros inocentes. 

Y concluyó:

—Menos mal que voy a estar en Barlovento.

El 8 de enero no se suponía que Pedro iba a estar en La Vega. Le había prometido a su hermana Karen que se iría. Ella le había comentado que algo extraño, como un presentimiento, le decía que se debía ir. Así que en la mañana del 8 de enero se paró y preparó sus maletas para irse.

Aun cuando llegaron los funcionarios de la FAES, varias horas después, veía el reloj pensando a qué hora llegaría a Barlovento. Y aun en ese momento pensaba en las palabras de su hermana.

A los 15 años los sueños suelen ser difusos. No era el caso de Pedro. Desde que se fue a Barlovento, hizo suyos los sueños de su madre: quería trabajar hasta comprarle una casa en el pueblo. Por eso, cada mañana se paraba con entusiasmo a sembrar verduras en una hacienda y luego salía a la calle a vender cacao. Entre la gente del pueblo se ganó la fama de ser un chamo burlón, alegre, solidario. Empezó a sentirse como en casa.

Pero nunca se olvidó de los suyos. Todos los días llamaba a su mamá. Y en diciembre, con el fruto de su trabajo en todo el año, compraba los estrenos de Celeste. 

Sus sueños personales sí cambiaron con el tiempo. De pequeño quería ser cantante y rapear como Canserbero. Nunca dejó de escuchar ni de cantar sus canciones. Era como si su voz se mimetizara con la del rapero, como si esas letras hablaran por él. Pero cuando su inocencia se quebró, empezó a soñar con ser policía del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC). Porque pensaba que, si era policía, no le harían nada.

No se supone que las fuerzas de seguridad del Estado te juzguen como culpable sin tener pruebas. Que, antes de investigar, prefieran matar. No se supone que en Venezuela exista la pena de muerte.

Pero eso fue lo que hicieron dos funcionarios de la FAES con Pedro y su hermano Jorge.

Cuando llegaron a La Vega, Pedro y su familia vieron cómo los malandros corrían como hormigas por todo el barrio. Huyeron hacia la parte alta, hacia una casa que usaban como refugio. Allí la mayoría estaba a salvo, pues ninguna de las patrullas llegó a tiempo para capturarlos. Así que fueron tras otras personas: habitantes de la zona que no tenían nada que ver con los delincuentes. Entraban a las casas. Se escuchaban gritos. Había disparos y detonaciones. Para protegerse, Pedro salió con Jorge hacia la casa de su tía, quien vivía a unos pocos metros de distancia, en el mismo callejón. A diferencia de su casa, que estaba hecha de zinc y podría ser un coladero de balas, esa estaba hecha de bloques.

Una vez en el callejón, los funcionarios de la FAES agarraron a José Luis, un vecino de Pedro, quien padecía de esquizofrenia. Lo insultaron y le ordenaron tirarse al suelo. Karen, para evitar que le hicieran algo porque era el hermano de su madrina, les explicó a los policías que él estaba loco. Karen olvidó que José Luis enfurecía cuando lo llamaban así. Por eso, por un momento, como si ignorase la presencia de la FAES y mirando a Karen, le preguntó con sorna: “¿Sabes quién está loco?”. Entonces se dirigió a los funcionarios y, señalando la casa en la que se encontraban Pedro y Jorge, les dijo:

—Allá están los malandritos.

Cuatro palabras como disparos.

Esa frase corta, contundente, bastó para que los funcionarios de la FAES fueran tras Pedro y su hermano. Tironearon del cabello a Karen y la obligaron a abrir la puerta de la casa en la que estaban ellos. Ahí estaban junto a su madrina Delia, a quien consideraban como una tía, esperando las arepas para el desayuno. También estaban Alejandro, el esposo de ella, y sus primos Dayana, de 18 años, y Yonfre, de 11.

Pedro miró fijamente a Dayana cuando los funcionarios de la FAES le ordenaron a ella, a los gritos y apuntándola con una pistola, que saliera de la casa. Les pidieron que los dejaran a solas con Pedro y su hermano. Todos imaginaban lo que pasaría, por eso no querían dejarlos. Para tratar de darle la calma que necesitaba, Pedro le dijo que obedeciera, que todo estaría bien. Se lo dijo de rodillas, porque así le exigieron que se pusiera. Y se abrazaron con la fuerza de quien todavía se aferra a la vida. 

Esa fue la última vez que alguien de su familia vio a Pedro.

Nadie, además de los funcionarios de la FAES, sabe lo que pasó el 8 de enero en esa casa de La Vega. Uno de ellos se quedó en la casa, mientras que el otro prohibía a Karen ir a socorrer a sus hermanos.

Sus familiares solo escucharon los disparos, que sonaban hasta una hora después.

La autopsia reveló que a Pedro le dieron cuatro tiros. Uno en el lado derecho del pecho, otro por la parte baja de la espalda, otro en el hombro izquierdo, y otro en el muslo derecho. La conclusión de los peritos fue: “Perforación de hígado, hematoma retro peritoneal, perforación de intestino delgado, fractura de arcos costales, perforación de vena cava inferior, perforación de riñón izquierdo”. 

La versión oficial, en cambio, es que se trató de un enfrentamiento. Que Pedro y Jorge, quienes supuestamente huyeron de la FAES y entraron a esa casa a esconderse, los atacaron y que ellos solo se defendían.

No se supone que el sistema de justicia encubra a los presuntos asesinos. Que deje a los familiares de las víctimas desprotegidos, sin escuchar sus exigencias de justicia. 

Pero pasa.

Le pasa a la familia de Pedro y de Jorge.

Y a las de Simón Martínez y Gabriel Herrera, otros dos habitantes de la zona a quienes mataron ese mismo día en circunstancias similares. Los cuatro casos están documentados en un mismo expediente judicial.

Dos años después de sus asesinatos, la familia de Pedro y de Jorge no ha encontrado justicia. Aunque a través de la organización Madres Poderosas no dejan de exigirla, a pesar de que por momentos sientan que es en vano. Quieren que detengan a los responsables, pues siguen en libertad. Gracias a la presión que ejercen desde la organización lograron, un año después, poder ver el expediente. Gracias también a esa presión, la Fiscalía las citó para el reconocimiento facial de los presuntos responsables, pero para ellas el funcionario que se adjudica esos actos no es el mismo que ellas vieron. No es el mismo moreno y alto que les pidió, amenazándolos con su pistola, que salieran de la casa. Tampoco es el mismo hombre blanco que les impidió ir a socorrer a Pedro y a Jorge.

Ni siquiera es uno de los que, según el acta policial del 11 de enero de 2021, supervisaban la comisión a cargo del operativo en La Vega. Esos son de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), adscritos a la base 23 de Enero de la FAES.

El caso tampoco ha avanzado desde hace un año, cuando cambiaron al fiscal a cargo de la investigación.

El 9 de enero, a las 2:00 de la madrugada, Pedro abrazó a su mamá. 

Le dio un beso en la mejilla. Le dijo que no podía más, y que la quería mucho. 

Entonces Ana despertó del sueño y supo que la FAES le había quitado a su hijo. Ese día supo, por un trabajador del Hospital Pérez Carreño, que Jorge llegó a ese centro médico sin signos vitales y que Pedro murió en la morgue a las 2:00 de la madrugada. 

Pero les gusta creer que Pedro sigue entre ellos. 

Los nombres de los personajes de esta historia fueron modificados para resguardar sus identidades.


Esta historia fue desarrollada por La Vida de Nos en alianza con el Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela. Agradecemos el apoyo de la organización Madres Poderosas.