Una torta para cantarle cumpleaños

Una torta para cantarle cumpleaños

Erick Lezama

En 2018 murieron 89 jóvenes a manos de las fuerzas de seguridad del Estado en Petare, el enorme conglomerado de barrios  del este de Caracas. Tenían, en promedio, 27 años. Allí, en Petare, vivía el protagonista de esta historia. Estaba cumpliendo 27 años justo el día en que a la comunidad llegó la Fuerza de Acciones Especiales allanando casas con armas largas.

El día en que lo iban a matar, Enmanuel se despertó temprano y contento porque estaba cumpliendo 27 años. Negro, flaco y alto, se sentía grande. Un adulto haciéndose su propio camino. Un tiempo atrás se había separado de Flor, la mujer con la que tuvo un largo noviazgo y dos hijos, y se había mudado del barrio de Petare donde creció y donde había convivido con ella. Ahora trataba de establecerse en otro barrio, también en Petare, pero a unos 45 minutos de distancia de aquellas cuadras de su infancia y primera juventud.

De tanto en tanto volvía a visitar a su madre, a sus hermanos y a sus hijos. Así lo hizo la tarde anterior. Rebeca, su mamá, le sirvió arroz, pescado frito y ensalada mixta que había preparado. Entre risas, Emmanuel les insistió a todos que no pasaran por alto que él estaría de cumpleaños al día siguiente. Pero ellos lo ignoraron. O, más bien, eso fingieron.

Al atardecer se encontró a Aníbal, su barbero de confianza, y, pensando en salir bien en las fotos del cumpleaños, le pidió que lo peinara. Le gustaba aplicarse desriz en el pelo, que se lo secaran y le levantaran las puntas como un puercoespín. Tenía la fama de ser un muchacho coqueto, “un artista de los peinados”, alguien que cuidaba cada detalle de su apariencia. Aníbal le dijo que no podía peinarlo porque estaba ocupado, y Enmanuel se molestó un poco, pero se contentó rápido porque se puso a jugar con Rodrigo, su hijo más grande, entonces de 4 años.

—Dile a tu mamá que me haga una torta para mañana que voy a cumplir años —le dijo al niño, quien fue corriendo con el mensaje a donde su madre:

—Mami, mami, que le hagas una torta a mi papi.

Flor nunca dejó de tenerle cariño a Enmanuel, a pesar de que la relación entre ellos se había fracturado.

—Sí, mi amor, le haré un ponqué a tu papá para que se lo regales mañana —le respondió.

Esa noche, 14 de junio de 2018, Enmanuel no volvió a su casa. Se quedó a dormir en el hogar de su hermana Diana, ubicado a una cuadra de la vivienda de Rebeca, la madre de ambos. Nunca supo que su familia no había olvidado su cumpleaños. En verdad, sí tenían planeado picarle una torta pero querían que fuera sorpresa.

Sorpresa, sorpresa: todos serían sorprendidos por las amarras de la muerte el mismo día en que iban a celebrar la vida de Enmanuel.

Estamos hablando de una vida llena de golpes. Y no es solo metáfora. Cuando tenía un año, Rebeca comenzó a trabajar limpiando, cocinando y planchando en casas ajenas, y lo dejó al cuidado de una vecina de confianza. Un día, Enmanuel abrió la puerta, salió corriendo y se cayó por las escaleras. Cuando Rebeca llegó al final de la tarde lo encontró bañado de sangre.

A partir de entonces, la madre puso una rejilla en la entrada de la casa para evitar que su hijo se escapara. Pero un día, él, curioso, logró quitarla, salió a la calle y rodó de nuevo por las escaleras. Esta vez se hizo una herida en el tabique. No le pudieron agarrar puntos —porque si lo hacían, explicaron los médicos, la nariz le iba a quedar deforme para siempre—, entonces solo le indicaron cremas cicatrizantes. 

Pero el niño tendría una herida más profunda para la que no serviría ninguna crema. Cuando tenía unos 5 años sus padres se separaron. El papá se fue de la casa. En el preescolar, Enmanuel siempre andaba abstraído, no prestaba atención, no participaba en los juegos. La maestra le recomendó a la madre que lo llevara al psicólogo. Al salir de la primera sesión, la especialista le dijo que lo que ocurría era que él estaba afectado, que internamente no dejaba de hacerse dos preguntas.

“¿Por qué los que yo quiero me dejan? ¿Por qué mi papá no está?”. 

Rebeca se encargó de llenarlo de amor y de azuzar la relación entre el niño y el padre, quien seguía viviendo en el barrio. 

El cuerpo, sin embargo, nunca dejaría de ser un blanco.

Se fue convirtiendo en una compilación de cicatrices. 

Más tarde, jugando trompo, Enmanuel se lesionó un ojo. Rebeca lo llevó de emergencia al hospital y allí le dijeron que el niño se había roto la retina. Necesitó un tratamiento de varios días para volver a ver con nitidez. Tiempo después estaba volando papagayo, le lanzaron una piedra y le partieron la cabeza.

Médicos, suturas; otra herida, otra cicatriz. 

Para dar y recibir los golpes que vinieron, comenzó a entrenar con disciplina. El padre de Rebeca era instructor de boxeo. Cuando Enmanuel tendría unos 12 años, el abuelo comenzó a enseñarlo. Cada tarde, lo esperaba en el gimnasio en el que atendía a atletas profesionales, y allí le proporcionaba técnicas al nieto, quien terminó siendo muy ágil. Después de cada lección, le daba el pasaje para que regresara a casa y, como también le aconsejaba Rebeca, le decía al joven que no podía andar repartiendo puños por ahí, que un deporte era un deporte, que la calle no era un ring. Y todo indica que aquello fue algo que entendió bien porque hay quienes opinan que Enmanuel era un joven más bien tranquilo, un poco cursi y un tanto ingenuo. 

De él, en el barrio, dicen muchas cosas.

Dicen que no le gustaba estudiar pero que trabajaba para ayudar con los gastos de la casa. Al terminar el 6to grado decidió comenzar en una marmolería en la que tuvo por jefe a su padre; y luego en una empresa que se dedicaba a podar árboles en Caracas. 

Dicen que, a veces, enseñaba a boxear a vecinos de su edad. “Uno, dos ganchos”. “Eso, bien ahí”. “Suelta más los brazos”. “No gires el cuello así”. “La vista al frente, siempre”. Cuenta Juan, un amigo suyo, que en uno de esos entrenamientos improvisados uno de los muchachos le lanzó un golpe y Enmanuel cayó tendido en el piso: “Y él no hizo más que reírse y decir: ‘Coño, mano, te pasaste, te pasaste’”. 

Dicen que a sus 16 años llegó a la casa, sorprendido porque el padre, que estaba en una fiesta, le acababa de ofrecer una cerveza. “Y no, mamá, le dije que no, que no voy a ser alcohólico”, le dijo a Rebeca cuando le contó. Ni alcohólico ni fumador: si algo le molestaba a Enmanuel era el humo. Rebeca y Flor tenían que salir de la casa para fumar, porque si lo hacían con él al lado, comenzaba a toser, toser, toser, y a refunfuñar: “¡Ustedes y su vicio, vale, váyanse para allá!”.  

Dicen que le encantaba comer y cocinar. “Siempre fue un comelón, no sé para dónde se le iba la comida, si era flaco, flaquísimo —dice Rebeca—. Desde pequeño siempre andaba hambriento. Una vez me dijeron que tenía la solitaria, un parásito que hace que a la gente no se le quite el hambre, y yo creo que era verdad”. Enmanuel preparaba pastas con atún guisado. Tortas. Y su comida favorita: pollo a la broaster, arroz blanco y tajadas. A veces, invitaba a sus amigos a comer. 

Dicen que era un buen bailarín. Pero eso fue después, porque al principio era torpe. En las fiestas, en las que todos sus coetáneos bailaban tecno en un círculo, él se quedaba tieso en un rincón. “Hijo, pero crea tus propios pasos”, le animaba Rebeca. Incluso, le compró unas películas de Michael Jackson y le decía: “Mira, mira cómo él lo hace”. Practicó mucho en privado y de pronto se soltó en público: las chicas lo sacaban a bailar y algunas hasta le preguntaban si había sido estríper. 

Dicen que cuidaba con celo a sus hermanos. Una vez le dio un golpe en el pecho a un vecino porque estaba molestando a una de sus hermanas. Era un joven que, en ese entonces, estaba estudiando para ser policía. (A veces, Rebeca piensa que ahí comenzó a escribirse el desenlace de esta historia). 

Dicen que era obsesivo con la limpieza de su casa. Que era buen padre. Que era bueno en el básquet. Que era llorón. Que tenía un zarcillo. Que tenía dos tatuajes (el nombre de la madre de sus hijos y una estrella fugaz). Esto no lo dice casi nadie, porque pocos lo saben, pero también hacía manualidades: pulseritas, barquitos con material de desecho.

—Él me hizo una pulsera con mi nombre. Y un día antes de que lo mataran, una de mis hijas me dijo que me estaba haciendo un barco. Que era grande, pero no grandísimo —cuenta Rebeca.

 

Aquel día —viernes 15 de junio de 2018, a exactamente 27 años de haber dado a luz a Enmanuel— Rebeca escuchó que tocaban la puerta muy temprano. Miró el reloj. Eran las 6:18 de la mañana. Pensó que era él que había ido tan temprano para que lo felicitara, pero cuando abrió se encontró con un hombre armado, vestido con el uniforme de la Fuerza de Acciones Especiales (FAES), un cuerpo de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) al que muchos temen. 

Acto seguido, entró una funcionaria a la vivienda y le pidió que saliera: 

—Sálgase, señora, sálgase. Muévase.

Rebeca notó que alrededor de la casa había un par de decenas de funcionarios. Algunos de ellos la llevaron escoltada a la casa de un vecino, en la parte alta de la comunidad. No le dieron ninguna explicación. “Colabore, colabore”, le decían. Afuera pudo ver el barrio convertido en el set de una película de acción. Motos, patrullas, hombres encapuchados, uniformados, con armas largas. Habían trancado las calles. En algunas platabandas había francotiradores. Ella no los vio, pero después varios vecinos le contaron que también había drones. 

Nadie sabía qué pasaba. Los policías llegaron a algunas casas diciendo, entre dientes, que se trataba de un operativo, que cooperaran y que dejaran la preguntadera. A otras, sin embargo, entraron mostrándoles fotos de “El Pequeño”, “El Burro” y “El Cherry”, supuestos delincuentes que buscaban. Pero en la comunidad nadie había oído hablar de ellos. 

En la casa de los vecinos a la que la llevaron, Rebeca, muy asustada, no dejaba de pedirle a Dios que no le hicieran nada a sus hijos. Cuando intentó encarar a los funcionarios y pedirles que la dejaran salir, dispararon al suelo, muy cerca de sus pies, para que se quedara quieta. 

Necesitaban mantenerla aislada. 

Ella trataba de esquivar pensamientos funestos, pero se le hacía difícil.  

Todos en el barrio saben que, cada vez que la FAES hace invasiones como esa, matan. Según información oficial, solo ese año, murieron por intervención de la fuerza pública unas 5 mil 287 personas, la mayoría jóvenes como Enmanuel: hombres negros habitantes de barrios. El Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela (MUFLVEN) registró 2 mil 287 casos, de los cuales 628 se debieron a la intervención de la PNB, y 497 específicamente por la actuación de la FAES

Cuando, muy temprano, los hombres de la FAES llegaron a la casa de Diana, la hermana de Enmanuel, él se estaba bañando para desayunar. 

—¿Con quién está aquí? —le preguntaron a ella cuando abrió la puerta.

—Con mi esposo y con mi hermano.

Procedieron a sacarla de la vivienda y a su pareja también, mientras que a Enmanuel lo mantuvieron dentro. Los policías armaron una barrera humana en la puerta. Algo ahí cambió. El tiempo comenzó a transcurrir demasiado lento.

Así como allanaron otras casas, los hombres de negro llegaron al rancho en el que estaba quedándose Amanda, otra hermana de Enmanuel, con Jorge, su pareja. Ellos desde hacía tiempo que no vivían ahí, pero nunca quisieron vender la propiedad. Como a Jorge lo iban a operar ese día, habían dormido allí para estar más cerca del hospital. Alguien debió decirles a los policías que Amanda era hermana del joven que tenían en la otra casa, porque la llevaron hasta allá. 

Al llegar, ella lo vio sentado en el borde de la cama. Estaba sin camisa. Lo notó sereno. No pudieron hablar. Solo cruzaron las miradas. Lo que sigue pasó muy rápido: los funcionarios le preguntaron a ella si eran hermanos, y dijo que sí; le preguntaron si él había estado preso, y ella dijo que no, que jamás, que su hermano era un muchacho sano; le preguntaron si pertenecía a alguna banda, y ella dijo que no, que él era deportista y bailarín. 

La sacaron a empujones. 

En el camino hacia el rancho, escuchó tres tiros.

Al llegar, enfrente de ella, le dispararon a quemarropa a Jorge, su marido. 

Luego, de nuevo a empujones, la hicieron salir de allí. 

Varios vecinos vieron, a través de sus ventanas, que al rato los policías llevaron el cadáver de Enmanuel y lo pusieron junto al de Jorge.

Dejaron alrededor una escopeta, un arma corta, una bolsa de dinero y droga. 

Después, el barrio se convirtió en un estruendo de tiros. 

No fue sino hasta cerca de las 4:00 de la tarde cuando los de la FAES le permitieron a Rebeca salir de la casa en la que la habían mantenido aislada. Ella no sabía que habían matado a su hijo y a su yerno, ni que ya una furgoneta se había llevado los cuerpos. Una vez en la calle, su mirada se encontró con la de su hija Amanda, a quien también los policías habían dejado salir. 

—¡Mamááááá, mataron a mi hermano, mataron a mi marido, los mataron, los mataron a los dos en mi cara! —gritaba.

Un funcionario la empujó hacia el piso diciéndole: 

—¡Cállate, perra, cállate, te vamos a matar! 

Rebeca, confundida, lloraba, gritaba, lloraba, volvía a gritar, preguntaba por qué, por qué, por qué. Al cabo de un rato, llena de impotencia pero a la vez extrañamente contenida, casi serena, viendo a los funcionarios que la rodeaban, con la voz ahogada, pronunció unas palabras que sintió que salieron de su boca como fuego:

—Que Dios los bendiga. Que sigan haciendo su trabajo bien. Y espero que nunca se les olvide esto. 

Cuando pudo volver a su casa, vio que los policías le habían robado los únicos zapatos que tenía, una cadena de oro y la comida que guardaba en la alacena. Hasta se comieron unos mangos con los que iba a preparar una jalea y dejaron las conchas regadas en el piso. También notó que le habían caído a tiros a un árbol que está en el patio. ¿Si en la casa no había nadie, para qué ensañarse con un árbol? Para Rebeca esa fue una prueba clara de que habían tratado de montar la escena de un enfrentamiento que no ocurrió.

Y en efecto, en el expediente del caso, la versión oficial señalaría que Enmanuel murió en un enfrentamiento, y que pertenecía a la banda de “El Josep”. Pero el único Joseph que conoce Rebeca es un sobrino suyo, quien no pertenece a ninguna banda.

Aquella tarde del 15 de junio de 2018, una vecina le prestó unas cholas para que fuera a hacer diligencias funerarias. Luego de un tortuoso proceso burocrático en el que la obligaron a firmar un papel que decía que Enmanuel había muerto en un enfrentamiento, le entregaron el cuerpo de su hijo en la morgue, la noche del día siguiente, sábado 16 de junio. 

El domingo 17 lo velaron en la casa de Rebeca. 

La madre sentía que había entrado en otra dimensión. Ella, por dentro, se sentía anestesiada por el dolor. El mundo, allá afuera, era un barullo de voces, lamentos, pésames, versiones del hecho. No dejaba de pensar en la hipótesis que todos repetían: “Los policías vinieron buscando a unos delincuentes que no pertenecen a este barrio y, como para justificar su operativo, mataron a dos inocentes que nada tenían que ver con bandas, y montaron un crimen como quien monta un show”. Tampoco dejaba de pensar en que quizá aquel vecino que ahora era policía, ese al que Enmanuel para defender a su hermana le había dado un golpe, estaba implicado: “¿Es esta una forma de mostrar su poderío, su fuerza? ¿Es esta su forma de ganar?”, se preguntaba Rebeca.

Ese domingo se celebraba el Día del Padre.

En algún momento, llegó el niño con la tortica que Flor había preparado para el cumpleaños 27 de Enmanuel. Una edad que fue un número rojo también para otros jóvenes de Petare. Según los registros de MUFLVEN, en la parroquia Petare del municipio Sucre del estado Miranda, en 2018 fueron 89 los que murieron a manos de las fuerzas de seguridad del Estado: tenían en promedio 27 años. 

El niño puso la torta sobre el féretro. 

Todos a su alrededor hicieron silencio como si estuvieran presenciando un acto solemne. “¿Y mi papá está ahí dormido? ¿Por qué?”, preguntaba. Los presentes no sabían muy bien qué responderle. ¿Cómo explicarle algo que nadie tenía muy claro? Quiso felicitarlo, prender una vela y cantarle el cumpleaños. La escena, tan descarnadamente paradójica, le resultó insoportable a Rebeca. Prefirió desaparecer, arrastrando pasitos cortos hasta la habitación, deseando que fuera una pesadilla. 

Pero amaneció y la realidad se le reveló fatídica y cierta: el lunes 19 fue el sepelio en un cementerio a las afueras de Caracas. A Enmanuel lo enterraron en una fosa que un tío había comprado para cuando, algún día, la muerte sorprendiera a alguien de la familia. 

Cinco años después, la madre de Enmanuel forma parte del grupo Madres Poderosas, conformado por mujeres que perdieron a familiares en presuntas ejecuciones extrajudiciales. Todavía sigue buscando justicia. Dos veces el Ministerio Público ha cambiado al fiscal a cargo de la investigación y le han puesto obstáculos burocráticos para que acceda al expediente. A la fecha, no hay ningún imputado. No han podido entrevistar a los testigos pues estos sienten temor a declarar.

Los nombres de los personajes de esta historia fueron cambiados para proteger sus identidades. 

Esta historia fue desarrollada por La Vida de Nos en alianza con el Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela. Agradecemos el apoyo de la organización Madres Poderosas.