No mataron a un perro, mataron a mi hijo

No mataron a un perro, mataron a mi hijo

Erick Lezama

No es posible conocer cuántas personas murieron en 2019 por intervención de la fuerza pública, porque no hay estadísticas oficiales al respecto. El Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela registró, ese año, unos 3 mil 206 fallecidos por estas causas, 36 por ciento de los cuales se debieron a la actuación de la Fuerza de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana (PNB). Uno de ellos es el protagonista de esta historia, quien viajó de Irapa, un pueblo pesquero del estado Sucre, a Petare, en Caracas, para estar en el nacimiento de su hija.

Nací allá en la tierra que  

llama el poeta una lágrima 

en un banco de arena forgé un castillo 

cuando mi corazón de niño podía soñar 

Otilio Galíndez 

 

Nací allá en la tierra que  

llama el poeta una lágrima 

en un banco de arena forgé un castillo 

cuando mi corazón de niño podía soñar 

Otilio Galíndez 

 

—No te vayas, quédate aquí.

Apenas David le comentó a su hermano Jorge que tenía la intención de viajar a Caracas para estar en el nacimiento de su hija, este le pidió que no lo hiciera.

Mano, date cuenta, esa mujer te está manipulando; quédate aquí, viajas después, cuando ella dé a luz, la buscas y te la traes. Me han dicho que Petare está peligroso, que la FAES anda matando gente —le insistió.

Pero él ya había tomado la decisión de marcharse.

—Sí, mano, sí me iré —le dijo.

David tenía dos hijos más con Andrea, con quien había mantenido una relación de varios años y de quien se había separado recientemente, pero cuando supo que la criatura que ahora venía en camino era una niña, él sintió una emoción que no experimentó con los otros embarazos. Siempre había querido tener una bebé. No más supo la noticia, comenzó a soñar con cargarla entre sus brazos, vestirla de rosa, decirle “qué linda mi princesa”.

Andrea, a semanas de dar a luz, lo llamaba con insistencia, llorando, para pedirle que volviera a Petare porque se sentía sola y triste. No era solo que se acababa de separar de él, sino que su padre, el hombre que la crió —solo, porque la madre murió cuando ella nació— había fallecido hacía un par de meses.

Andrea le decía a David que necesitaba ayuda, que no podía sola, que ni siquiera había podido comprar los insumos que necesitaba llevar para el parto. Así las cosas, haciendo caso omiso a lo que le decía su hermano Jorge, David empacó pañales, leche, comida y la ropa de bebé que pudo comprar, y el 6 de junio de 2019 salió de Irapa, un pueblo pesquero del estado Sucre, a orillas del caribe oriental venezolano, donde vivía, rumbo a Petare, la gran cadena de barrios del este de Caracas, donde ella se encontraba.

En el viaje de más de 620 kilómetros él iba contento a encontrarse con esa vidita que en pocos días llegaría al mundo.

Jorge y David eran inseparables. Nacieron en Caracas —el primero en 1992 y el segundo en 1995—, y allí pasaron su infancia. A veces discutían por cosas por las que discuten los hermanos. Que si uno agarró la ropa del otro; que si el otro era muy desordenado. Siempre se reconciliaban pronto. Cómplices, se contaban todo. Había incluso quienes creían que eran morochos: ambos eran altos, morenos, con el pelo encrespado.

En parte fue por esa relación tan cercana que los dos fueron a parar a Irapa.

Cuando los padres se separaron, Ernesto, el papá, se fue a vivir a ese pueblo oriental del que era oriundo, mientras que Julia, la madre, se quedó en la ciudad con los niños. Salía todos los días a trabajar como doméstica. Fue a eso a lo que, en los años 90, llegó a Venezuela proveniente de su natal Medellín, Colombia. Convertida en madre de cinco, dejaba a los hijos solos en casa para buscarles el sustento. Los enseñó a preparar la comida, a que fueran solos a la escuela, a ser independientes. 

Pero ocurrió que un día, al volver del trabajo, un vecino le contó a Julia que David, quien en ese entonces tenía unos 10 años, se estaba escapando del colegio para trabajar como colector con un señor del barrio que tenía un bus.

Julia se puso muy nerviosa. ¿Y si le pasaba algo por ahí a su hijo, en esas calles tan inseguras? Llamó a Ernesto y le dijo que necesitaba que se hiciera cargo de él: ella no podía tenerlo, y no podía dejar de trabajar para cuidarlo.

Entonces lo buscó.

A David le gustó la libertad que sentía en Irapa: las tardes en el mar, los fines de semana en el río, haciendo hervidos en la orilla. Cuando llamaba a Jorge, le contaba lo bien que se sentía rodeado de tanta naturaleza. Y este no tardó en seguirle los pasos.

En Irapa, mientras crecían, aprendieron a cuidarse mutuamente.

En la adolescencia, el padre, que era instructor de boxeo, los introdujo en ese deporte. Los entrenaba en casa y, cuando vio que tenían cierta técnica, los llevó al gimnasio donde atendía a otros atletas. Los hermanos se habituaron a la rutina de pararse muy temprano, trotar en la arena y entrenar ahí mismo hasta que los puños dolieran. Fueron a torneos nacionales y regionales, ganaron medallas. La vida comenzó a moverse con el motor de las ilusiones: soñaban con ir a Colombia a conocer a su familia materna; con ganar competencias internacionales; con comprarle a Julia una nevera, una cocina, una casa nueva en la que pudieran vivir todos juntos.

Porque, a pesar de los triunfos sobre el ring, Irapa había dejado de ser para ellos un paraíso. Sí, la pasaban bien jugando en la playa y en el río, y se sentían bien con el boxeo, pero tenían una madrastra severa que no les daba comida, no era cariñosa, no los ayudaba con las tareas.

Por las noches lloraban extrañando a Julia.

La madre los visitaba cada vez que podía. Carnavales, Semana Santa, vacaciones escolares y Navidad. Pero ellos, para no preocuparla, no le contaban nada de lo que vivían con la madrastra. A veces, en el colegio, Jorge y David se mareaban porque no había comido nada durante el día. Así que el primero decidió no ir más a las aulas para trabajar y poder comprar comida para él y su hermano.

Hasta que al cabo de un tiempo, cansados ya de tanta precariedad, le confesaron a Julia que preferían regresar a Caracas.

—Hijos, allá están mejor; el barrio es peligroso, a veces se arman unas balaceras horribles y matan gente —les respondió.

Tenerlos lejos era, para ella, una forma de saberlos seguros.

Conforme fueron creciendo, la idea de volver a la ciudad nunca se les borró de la mente. Tiempo después, de hecho, David regresó por cuenta propia. Tenía 18 años, una novia y más medallas ganadas en el boxeo. Julia quien ya no vivía en el barrio si no en Ciudad Belén, un complejo habitacional construido por el Estado a las afueras de Caracas en el que le asignaron una vivienda se conmovió mucho al verlo. Sintió que su hijo ya era un hombre hecho y derecho, que ya había aprendido a valerse por sí mismo.

Él estuvo con ella solo unos meses, porque la verdad es que no se halló en un entorno ruidoso que ya le resultaba ajeno, así que volvió a Irapa. A partir de entonces, comenzó a viajar con frecuencia a Caracas a ver a la madre y a la familia del padre, que seguía viviendo en Petare. Fue allí donde, en uno de esos viajes, inició la relación con Andrea, una vecina. Con ella, lejos de establecerse en un solo sitio, siguió el vaivén: vivieron juntos en Irapa unos meses, otros tantos en la casa de ella en Petare, y, en esas idas y venidas, llegaron los niños.

Por infidelidades y problemas de convivencia, la relación comenzó a deteriorarse.

Cuando Andrea quedó embarazada de la niña, estaban en Irapa. Pero sin saber que volverían a ser padres, decidieron separarse y ella regresó a Caracas. Semanas después comenzó a sospechar que estaba encinta: se hizo una prueba, dio positivo y lo llamó para contarle. Al tiempo, le dijo que sería una niña. Sabía que se iba a enternecer porque cuando la relación estaba en su mejor momento habían soñado con una bebé: en efecto, de inmediato corrió a su lado y estuvo con ella durante varios meses.

Hasta que el 9 de abril de 2019 llamó a Jorge para decirle que, dado que su relación de pareja se había fracturado definitivamente, se regresaría a Irapa: viajaría justo para pasar allá su cumpleaños 24, que era el 12 de abril.

Pasó ese día junto a Ernesto y un amigo de este en la playa, comiendo y bebiendo.

Poco después, comenzó a trabajar pescando, como hacía su papá. Y en los días libres, siguió entrenando, pero ya no con el mismo entusiasmo de la adolescencia.

Fue entonces que comenzó a recibir las llamadas de Andrea. Que volviera. Que se sentía sola. Que los niños lo necesitaban. Que ya casi iba a parir: cuando salió de casa aquel jueves 6 de junio de 2019, faltaba una semana para el parto.

 Muy temprano en la mañana del domingo 9 de junio de 2019, unos 20 funcionarios de la FAES llegaron a la casa de Andrea. Tocaron bruscamente. David acababa de despertarse y abrió la puerta todavía sumergido en la modorra. Los hombres, vestidos de negro, con capucha, le preguntaron con quién estaba. Él dijo que con sus hijos y la madre de ellos. Le pidieron que alzara los brazos y lo registraron.

Él insistía en que no vivía allí, sino en Oriente, y que había vuelto para estar en el nacimiento de su hija.

—Él es mi marido, mírenme, estoy embarazada de él, estoy a punto de parir —intervino Andrea.

Los funcionarios la ignoraron. La empujaron para quitarla del medio y acercarse a David. A él comenzaron a pedirle dólares. Le decían que sabía que tenía dinero en efectivo; que él vendía oro. Él les respondía que no; que de dónde sacaban eso si él no vivía allí.

Otro de los funcionarios le preguntó a Andrea quién era ese que salía junto a David en la foto que tenía en la vivienda. Ella le dijo que era Jorge, que ambos hermanos eran boxeadores.

—No me lo maten, no me lo maten que es lo único que me queda —comenzó a gritar ella tratando de traspasar la barrera humana.

—Ahora quedarás más mal porque a ese otro también lo vamos a matar.

Ignorando sus súplicas, sacaron a David a empujones de la casa y se pararon en la puerta para impedir que Andrea saliera. Hasta le golpearon la barriga para aquietarla. Unos vecinos quisieron defenderlo, pero les dispararon directo a los pies para que entraran a sus casas. Escenas como esa se habían vuelto frecuentes para los habitantes de la comunidad. Por aquellos días, en otras zonas del barrio, la FAES había matado a cuatro hombres. De hecho, Jorge, en Irapa, se había enterado, y ese era uno de los argumentos con los que había intentado disuadir a su hermano de que viajara.

Mano, el barrio está peligroso.

Andrea escuchó cuando un policía le pidió a David que corriera.

Cuando lo hizo, le dieron un tiro en la espalda.

Él, todavía sin desvanecerse, corrió hacia la reja de la casa y se aferró a ella.

—¡Me quieren matar, me quieren matar! —gritaba.

Los funcionarios le pegaban con pistolas en las manos para que soltara la reja, y David, como un ahogado que lucha hasta su último aliento, forcejeaba, lanzaba golpes, patadas. Para aplacar a la fiera en la que se convirtió de pronto, los policías le dieron otro disparo y después dos más y se lo llevaron. Varios vecinos escondidos detrás de sus ventanas vieron cómo lo arrastraban: uno lo sostenía por los brazos, otro por los pies. Mientras avanzaban, la cabeza de David rebotaba en cada escalón de la larga escalera.

Pero seguía vivo: gritaba ayuda, ayuda, ayuda.

La voz, nítida, se fue convirtiendo en un eco, en un quejido, y de pronto ya no se escuchó más.

A David lo dejaron tirado al borde de un callejón. Vecinos vieron cuando le pusieron una pistola en la mano y le tomaron unas fotos. Y escucharon cuando, minutos después, un funcionario le dijo a otro:

—Este chamo estaba limpio, ¿y ahora qué vamos a decir?

Todavía era de mañana cuando a Julia la llamaron para contarle lo sucedido. O parte de lo sucedido, porque nadie sabía bien qué era lo que había pasado más allá de que la FAES había matado a su hijo.

Tan pronto como pudo, salió de Ciudad Belén. Llegó a Petare a eso de las 4:00 de la tarde y se encontró con decenas de policías encapuchados, trancando la calle y lanzando ráfagas de tiros al aire. Tuvo que refugiarse en la casa de unos vecinos. No entendía qué hacían, a quién disparaban.  Apenas cesaron las detonaciones, se acercó a los funcionarios:

—Yo soy la mamá del joven que mataron.

Le dijeron que era un malandro y, entre dientes, le informaron que lo habían llevado al Hospital Domingo Luciani.

En el centro médico supo que David había llegado allí sin signos vitales.

Según cifras oficiales, entre 2016 y 2018, murieron en Venezuela 16 mil 280 personas por intervención de la fuerza pública. No es posible conocer el dato de 2019. Desde ese año, el país no cuenta con estadísticas oficiales al respecto, pero el Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela registró, en ese período, 3 mil 206 muertes, la cifra anual más alta que ha contabilizado la organización. La data precisa que 36 por ciento se debió a la actuación de la FAES de la PNB. En Petare murieron ese año por estas causas 127 jóvenes, 91 de ellos, como en el caso de David, fueron consecuencia de las actuaciones de la FAES. La edad promedio de estos muchachos era de 25 años.

La versión oficial dice que fue abatido en un enfrentamiento y que pertenecía a la megabanda de Wilexis, el grupo criminal que gobierna otro de los barrios de Petare.

—No, mi hermano no es un malandro, ¿cómo lo van a poner como un malandro? ¿Cómo van a manchar el nombre de mi hermano así?

Jorge, en Irapa, recibió la noticia y comenzó a llorar, a maldecir, a repetir “yo se lo dije, yo se lo dije”. Quiso agarrar un bus e ir a ver a hermano sin vida, pero en medio del desconcierto entendió que no era prudente. Sobre todo, porque Andrea contó que los policías habían visto su foto en la casa en la que estaba David y habían dicho: “¡A ese también lo vamos a matar!”.

En la empresa pesquera en la que trabajaba Ernesto lo ayudaron a agilizar los trámites para el traslado del cuerpo a Sucre. Entonces Jorge se quedó allá, esperando para despedir a su hermano.

Una semana después, el féretro llegó a Irapa. Andrea no pudo viajar porque el parto era inminente. Julia, en el carro fúnebre, sentía que iba en una larga procesión. Durante el recorrido recordó toda la vida de David. Desde ese Miércoles Santo de 1992 en que David nació en el Hospital Clínico Universitario de Caracas y los médicos le dijeron: “Aquí está su hijo, es un Nazarenito”; hasta este desenlace.

¿Será que nació el día de Cristo con la cruz a cuestas, como un presagio de que tendría una muerte atroz?, se preguntaba.

Aunque en la funeraria les dijeron a los familiares que no era conveniente velar a David porque el cuerpo tenía muchos días sin vida, Julia insistió.

—No mataron a un perro, mataron a mi hijo, y hay que tratarlo con dignidad.

Y en efecto lo velaron un día y una noche en su casa. 

Al día siguiente, lo enterraron en el único cementerio de Irapa. 

Antes del sepelio, Jorge guanteó con unos niños del pueblo, como homenaje al hermano, ese deportista que soñaba con ganar torneos internacionales.

Esa misma semana nació en Caracas la bebé a la que David había ido a recibir.

Ahora ella está por cumplir 4 años. Cuando los adultos cuentan en su presencia la historia que rodeó su nacimiento, ella escucha, atenta, silenciosa, con cierta melancolía en su mirada. Andrea quiere, algún día, llevarla a que ponga flores en la tumba de su papá.

Allá, tan cerca del mar. 

Tan lejos de todo.

A casi cuatro años de estos hechos, el caso se encuentra en fase de investigación. Solo han entrevistado a la pareja de David. Los funcionarios que actuaron en el operativo están identificados en el acta policial, pero no aparecen sus números de cédula. Los familiares esperan justicia. 

Los nombres de los personajes de esta historia fueron cambiados para proteger sus identidades.

Esta historia fue desarrollada por La Vida de Nos en alianza con el Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela. Agradecemos el apoyo de la organización Madres Poderosas.