Los únicos que pueden quitarles la vida

Los únicos que pueden quitarles la vida

Mariano M. Puigvert

Guillermo José Rueda Parra quería ser ingeniero. Mientras comenzaba la universidad, le dio rienda suelta a su afición a las motos: hacía piruetas sobre dos ruedas, cosa que a su madre le angustiaba. El 12 de diciembre de 2017, cuando la Fuerza de Acciones Especiales llegó a su casa, el joven estaba a 9 días de cumplir 21 años y ya tenía el firme propósito de construir una familia.

Dicen que los padres no deberían enterrar a sus hijos; que enterrar la descendencia altera el orden natural de la vida y es, por lo tanto, una experiencia muy difícil de asimilar. Es lo que sentía Ivonne Parra el 13 de diciembre de 2017 en el funeral de Guillermo José: el menor de sus tres hijos; el único varón; el que quería ser ingeniero; al que le decía “mi príncipe”.

El que, según las hijas, era “el consentido” de la casa.

El mundo, tal como lo conocía, se acababa de derribar sobre ella. Abstraída, aún sin procesar el decurso de los acontecimientos recientes, se mantenía alejada del féretro. No podía ver a su muchacho en una urna. Era una imagen demasiado punzante, así que prefería estar lejos.

—No lo voy a ver, no lo voy a ver, no puedo verlo —se repetía a sí misma.

 Quien sí se acercó al ataúd en algún momento fue Richard, un miembro de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) de 38 años de edad.

Consternado porque colegas suyos habían matado a ese joven al que tanto cariño le tenía, rompió en llanto: 

—Te lo juro, hermano, te lo juro por lo más sagrado: renuncio a esta vaina. Me voy de la policía, ¡me voy!

 Ivonne volteó a verlo, con los ojos apagados, y siguió en silencio, llorando.

Podría decirse que Guillermo siempre estuvo rodeado de policías.

Unos 14 años atrás, Guillermo, entonces un niño inquieto de 7 años, salía de su casa cada mañana, tomado siempre de la mano de su madre. Lo llevaba al colegio en el que él cursaba 3er grado. Salían muy temprano de la casa, ubicada en el sector Blandín de Catia, en la carretera Caracas-La Guaira. Al pasar por el módulo de la policía que estaba apenas a una cuadra de donde vivían, saludaban a los funcionarios y estos le respondían amablemente:  

—Buenos días, señora Ivonne. Buenos días, Guillermito —le decían los policías del módulo.

 Fueron años de esa misma rutina diaria. Era lo cotidiano, lo menudo, la vida que todavía transcurría sin nada extraordinario que subrayar. De la casa al colegio; del colegio a la casa. Guillermo, desde pequeño, tuvo mucha suerte con las chicas. Una vez, en 3er grado, su maestro presenció una escena que le hizo pensar que Guillermo tenía un buen corazón. Un día, al llegar al aula, varios compañeros lo llamaron para decirle que unas morochitas, que a juicio de ellos eran muy feas, andaban diciendo que él era su novio. “A él le molestó que se expresaran despectivamente de esas jovencitas, así que las abrazó a ambas y respondió: ‘Sí, ellas son mis novias’, como para que dejaran de molestarlas”.

Cuando Ivonne fue a buscarlo al final de la jornada, el profesor la llamó:

—Quería felicitarla.

—¿Felicitarme?

—Sí, porque está usted criando a un tremendo caballero.

 De la escuela el joven pasó al liceo. Guillermo José, a los 14 años, se estiró: comenzó a llevar el pelo corto y se le oscureció el timbre de su voz. Era un chico muy despierto. Ya en la adolescencia, Ivonne siempre se preocupaba cuando anochecía y él todavía no llegaba. A veces se entretenía con los amigos y se le pasaba el tiempo.  Por eso, acordaron que, pasara lo que pasara, él debía estar de vuelta antes de las 10:00 de la noche. 

Una de esas noches eran más de las 10:00 y él nada que llegaba:

—Ay, Dios mío, este carajito sí jode, vale. ¿Dónde estará metido? —se decía la madre a sí misma, mientras daba vueltas por la casa.

Ivonne, llena de ansiedad, con malos pensamientos rondándole la mente, agarró su cartera, salió de la casa y bajó al módulo de policía por el que pasaba todos los días, y abordó a los funcionarios que siempre estaban allí, a quienes consideraba gente cercana, de confianza. 

—Esto es raro —les dijo—. Él nunca llega tarde. ¿Será que lo robaron?

—No se preocupe, señora Ivonne. Vamos a buscarlo —dijo uno de ellos.

Y se fueron a ver si lo encontraban. Pasó una hora en la que Ivonne fumó compulsivamente. Hasta que de repente vio al policía llegar en su moto:

—Lo encontramos. Pero no lo regañes, no le vayas a pegar, chica. Es que estaba con una novia.

 Detrás, venía Guillermo en el carro. Ivonne corrió a abrazarlo. 

—¡Me tenías preocupada, carajito! ¿Y esta señorita quién es?

—Su nombre es Dayana, mamá. Y… es mi novia. 

—¿Ah sí? ¿No puedes avisar? La próxima mándame al menos un mensajito. Que yo me preocupo. 

 Y él, como siempre, le sonrió.

Terminó el bachillerato en 2014, pero no le dieron el título de inmediato, porque su liceo había sido intervenido y cualquier trámite se había hecho sumamente complicado. Imposibilitado de estudiar ingeniería civil, la carrera a la que quería aplicar en la universidad, se dedicó a trabajar con Ivonne, quien tenía una pequeña empresa con la que hacía obras de albañilería. El resto del tiempo lo dividía entre salir con sus amigos, ir a fiestas y su nueva afición (que era, precisamente, algo que la madre no veía con buenos ojos): caballitear. Es decir, desplazarse en una moto sobre una sola rueda y hacer piruetas. 

—¿Qué es eso de andar alzando una moto por los aires? —le increpaba ella, preocupada— ¡Es peligroso! ¡Puedes tener un accidente!

—Es que, mamá…, me siento libre. Cuando lo hago, siento adrenalina. Me gusta mucho.

Caballiteaba con motos prestadas, porque él todavía no tenía una propia. Y caballiteando hizo muchos amigos. Fue por esa época que conoció a Richard, que ya era miembro de la PNB, con quien, a pesar de que era 14 años mayor que él, fue fraguando una amistad muy cercana.  En algún momento, comenzaron a quedar para salir los viernes por la noche. Se iban de tragos, a bailar y a escuchar música. Se contaban todo. La menudencias del día a día, los amores y los despechos, lo que pasaba en sus familias. Guillermo era bromista, extrovertido, amiguero. 

Richard lo quería como un hermanito menor. Y siempre lo aconsejaba. 

A pesar del gusto por las motos, Guillermo prefería estar en casa. Allí se reunía con sus amigos para escuchar música, beber y pasarla bien. Un vecino de la cuadra, que ya había comenzado a formarse como policía de la FAES, veía esas fiestas con desdén. Se la pasaba quejándose de Guillermo. 

—Ese carajito anda con puro malandro — decía.

Y comentaba con gente de la zona que los amigos de Guillermo eran unos criminales. Y lo decía, aunque los policías del módulo cercano lo consideraran “un buen muchacho”. Y también a pesar de que Richard, policía como él, igualmente frecuentaba a Guillermo. 

Guillermo y Richard se contaban todo. La menudencias del día a día, los amores y los despechos, lo que pasaba en sus familias, las anécdotas caballiteando. 

Eso que su madre seguía sin poder entender porque le parecía demasiado peligroso. 

Fueron otros policías los que la ayudaron a tratar de hacerlo entrar en razón. 

Fue a finales de 2014. El padre de Guillermo, quien se mantenía distante de sus hijos pero que buscaba llenar el vacío de su ausencia con regalos, le obsequió una moto. Él, como era de esperarse, pasó el día entero caballiteando. De regreso a casa, al pasar por el módulo de la policía, unos funcionarios que no conocía lo detuvieron y le decomisaron la moto.

—Te hemos visto por ahí haciendo piruetas y eso no está permitido. Llama a tu mamá para que te venga a buscar. Pero la moto se queda aquí.

Guillermo hizo lo propio y al trancar la llamada, se sentó en la acera frente al módulo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato, Ivonne llegó. Y terminó conmoviéndose: 

—Lo siento, mijo. Fui yo. Yo le pedí a los funcionarios del módulo que te la quitaran porque no me gusta que andes en algo tan peligroso. Pero… si es tan importante para ti, yo… lo entiendo.

Entonces, se dieron un abrazo, e Ivonne le devolvió su moto.

Aparte de caballitear, lo otro que nunca pudo entender de su hijo era que cambiara tan frecuentemente de pareja. ¿Cuántas novias ya le había presentado a Ivonne? ¿Con cuántas ya lo había visto? Ya había perdido la cuenta. “No seas promiscuo, debes sentar cabeza, debes tener cuidado”, le decía siempre.  Sin embargo, luego de no pocos tropiezos en la relación, a finales de 2016, Guillermo y Dayana, la más estable de sus relaciones, cerraron el año con la noticia de que iban a ser padres. 

La criatura nació a mediados de 2017. Llegado el momento, Guillermo, nervioso, caminaba de un lado a otro en la sala de espera de la Maternidad Concepción Palacios, mientras Dayana daba a luz. Richard, quien acababa de terminar un patrullaje, fue hasta el hospital para acompañarlo. 

—Es normal que estés nervioso, vas a ser papá. Ahora más bien tienes que ir pensando en instalarte en esa planta de arriba de tu casa, la que tu madre dice que va a ser tuya cuando te establezcas, con familia. Y ya tienes familia.

Y sí, él ya estaba pensando en eso: familia y casa propia eran sus planes. Ese era el futuro. 

El padrino de la bebé, desde luego, sería Richard.

El 12 de diciembre de 2017, Guillermo ya había comenzado a sentar los cimientos de ese futuro. Eran las 7:30 de la mañana. Ivonne acababa de montar el agua para preparar el café cuando escuchó que un hombre la llamó desde el otro lado de la ventana:

—Ábrame la puerta; estoy haciendo un operativo en la zona; me mandó el gobierno.

Ella le preguntó si tenía orden de allanamiento, a lo que le respondió:

—Ah, se está resistiendo; si es así, entonces vamos a abrir con una pata de cabra —dijo, al tiempo que mandó a quienes le acompañaban a buscar la herramienta para proceder.

—No, si es así, yo les abro —respondió Ivonne.

Entraron cinco funcionarios con chalecos antibalas. Comenzaron a registrar la casa, mientras le preguntaban a Ivonne con quién vivía.  Al escuchar que la madre hablaba con alguien, Guillermo, desde el cuarto, se despertó y, a manera de broma gritó: 

—¡Ey, Ey!, ¿cuál es el bochinche?

Entonces los funcionarios se dirigieron a su habitación y le dijeron: 

—Párate y vístete.

Él, extrañado pero confiado en que era un mal entendido, obedeció mientras que dos funcionarias se fueron con Ivonne a su cuarto para revisar el colchón de su cama. 

Desde allí vio a su hijo por última vez: estaba vistiéndose con prisa. 

—Necesito que me acompañe a la Zona 2, el Centro de Coordinación Policial Sucre.

Se trataba de una oficina a unos 15 minutos por carretera de donde se encontraban. 

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—No se preocupe, señora. No encontramos nada, y tenemos que ir hasta allá para firmar el acta que lo certifique.

— Sí, vamos, pero con mi hijo.

—Sí, señora. Con su hijo.

Entonces ellas abrieron la puerta del cuarto y caminaron hasta la salida de la vivienda. 

—¿Y mi hijo y las llaves de la casa? ¿Cómo hago para entrar otra vez?

—Tranquila, que le damos la llave a tu hijo —le respondieron.

Mientras se la llevaban a ella, los policías subieron a Guillermo a la planta superior de la casa, esa en la que justamente comenzaría a construir su hogar y allí le dieron un tiro en el pecho. 

Nadie conoce los detalles. 

Solo algunos vecinos dicen que escucharon el disparo. 

Al llegar al Centro de Coordinación Policial, ubicado en la avenida Sucre, Ivonne notó que todo parecía orquestado para que aquel simple trámite se demorara. Había salido a las 7:30 de la mañana de su casa y a las 3:00 de la tarde aún seguía allí esperando que le permitieran irse. En algún momento, sin permiso de quienes la mantenían allí, salió de la oficina y se fue en una mototaxi. Al llegar, encontró la puerta abierta y los hombres de la FAES le impedían el paso. Le decían que su hijo se había resistido a la inspección policial; que los había confrontado. 

Ivonne les respondió, con firmeza, que eso era mentira. 

—Mi hijo es bueno. Somos gente de bien. Respetuosos de la ley. Si hasta vivimos cerca de un módulo de policía y los que están allí son nuestros amigos. Vamos, vamos a preguntarles para que vean.

—¡Ellos también son unos malandros! —respondió toscamente el que parecía ser el jefe del operativo— y no se ponga cómica, señora. Que los únicos que tienen derecho a quitarle la vida a alguien somos Dios y nosotros.

Ivonne vio cómo un hombre gordo le decía a uno de los funcionarios que estaba en la casa: 

—Me pusiste a parir. ¿Dónde vamos a conseguir las balas pa’ esa arma?

—Cónchale, vale, estamos montando criminalística —comentó otro.

Esas palabras fueron, para Ivonne, un punto de inflexión: entendió que habían matado a su hijo y que le estaban sembrando la evidencia de un enfrentamiento que no ocurrió. Por ello, decidió pedir ayuda a una sede cercana del Ministerio Público. Pero allí, el fiscal de turno le dijo que él no podía interferir en un operativo policial. 

Entonces no le quedó más que devolverse a su casa. 

 Los policías levantaron un acta en la que relataron su versión de lo ocurrido: dijeron que habían matado a Guillermo en un enfrentamiento: “Funcionarios avistaron a un grupo de sujetos portando armas de fuego, motivo por el cual les dieron la voz de alto, haciendo caso omiso, emprendiendo veloz huida internándose uno de ellos en una residencia y a su vez efectuando múltiples disparos en contra de la comisión policial, originándose una persecución, logrando darle alcance a dicho sujeto en la residencia en alusión”. Sin embargo, Guillermo se encontraba desde un inicio en su cuarto, durmiendo, desarmado. Horas después de su ejecución la policía de investigación verificó todos sus registros policiales: no tenía ninguno.

A 9 días de cumplir 21 años, Guillermo se convirtió en uno de los 1 mil 514 muertos por intervención de la fuerza pública que el Monitor del Uso de la Fuerza Letal en Venezuela (MUFLVEN) registró durante el año 2017. La FAES, a cinco meses y medio de haber sido activada, generó 144 de estas muertes, un promedio de —al menos— una persona fallecida diariamente por su intervención. Según los datos del MUFLVEN, durante ese año 31 hombres jóvenes murieron a manos de la PNB en barriadas de la parroquia Sucre del municipio Libertador, del Distrito Capital, 22 de estos casos ocurrieron luego de la activación de la FAES. El Estado reconoció ese año 4 mil 998 muertes por la intervención de sus fuerzas de seguridad.

Dicen que los padres no deben enterrar a sus hijos; que enterrar la descendencia altera el orden natural de la vida. Y dice la ley que los policías deben proteger a la ciudadanía… Entonces por qué, por qué, por qué, se preguntaba Ivonne, sumergida en sus pensamientos: todo era absurdamente paradójico… ¿Cómo era posible que policías hubieran matado a su hijo? ¿Cómo, si a muchos de ellos los saludó amablemente cientos de veces cuando llevaba a su hijo camino al colegio? ¿Cómo, si hasta recurrió a ellos cuando una noche Guillermo no llegaba y cuando, otro día, quiso darle un escarmiento para que dejara de caballitear? ¿Cómo, si el propio Richard, PNB, sería el padrino de su hijo? Ahí estaba él, absorto, jurándole que colgaría el uniforme para siempre. 

La vida, a partir de entonces, fue distinta para todos. Dayana, temerosa de vivir en un país donde los policías mataban casi como si se tratara de una pesca de arrastre, se fue a España. Ivonne se quedó con la niña. Y también con Jesús Guillermo, otro bebé que le presentaron luego como su nieto. 

En ellos encontró un atisbo de esperanza en medio de ese espinoso duelo. 

Richard, tal como le juró a su amigo, renunció a la PNB. Para que no se fuera, le ofrecieron formar parte de la FAES, cosa que a él le pareció más bien un insulto. Desde luego que se fue: en 2017 migró a Colombia, donde murió de covid-19, cuatro años después. 

Ivonne jamás volvió a su casa. La vendió por debajo de su valor real, y mandó a alguien a que buscara sus cosas. ¿Cómo iba a estar en una casa en la que mataron a su hijo? Pasó un año completo bebiendo anís por las noches y acudiendo a la fiscalía de día. “Mi hijo merece justicia”, se repetía para darse ánimo. 

Finalmente, en 2018, una fiscal determinó que lo ocurrido con Guillermo había sido una ejecución extrajudicial y solicitó ante los tribunales una orden de captura a los dos funcionarios que habían entrado aquel día en su casa. Esa orden, sin embargo, luego de casi cinco años, no ha sido ejecutada por los órganos correspondientes: los dos funcionarios de la FAES siguen libres. La jueza del caso ha alegado por escrito que ella no puede aprehender a los responsables porque esa no es su función. 

En medio de aquel trance judicial, Ivonne conoció a Carmen, otra madre a quien las fuerzas de seguridad del Estado le asesinaron a su hijo. Entendieron que la tragedia las hermanaba. Y que no eran las únicas. Según el Monitor del Uso de la Fuerza Letal en América Latina y el Caribe, que compara la situación en países de la región, Venezuela figura como el país con mayor letalidad policial: uno de cada tres homicidios en el país es el resultado de una intervención de agentes del Estado.

Ella y Carmen buscaron formarse y en 2021, luego de asistir a varios talleres de derechos humanos, decidieron fundar Madres Poderosas, una iniciativa que brinda apoyo a mujeres que han vivido la pérdida de un familiar a raíz de una ejecución extrajudicial. Para finales de ese año, habían acogido a siete mamás y a una hermana de víctimas de ejecuciones extrajudiciales en Caracas. Allí todas comparten lágrimas. Y se apoyan cada vez que alguna flaquea.

Los nombres de algunos personajes fueron cambiados para proteger la identidad de los niños.

Esta historia fue desarrollada por La Vida de Nos en alianza con el Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela. Agradecemos el apoyo de la organización Madres Poderosas.