Búscalo en El Llanito
Búscalo en El Llanito

Lizandro Samuel

Barbero, rumbero, basquetbolista y padre adolescente de tres: a sus 25 años, Cristian Charris había vivido intensamente. Lo estaba celebrando con entusiasmo cuando al barrio llegaron los funcionarios de la Fuerza de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana (PNB). Iba de regreso a casa cuando, al verlo, le pidieron que se pusiera de rodillas. “No me maten, tengo hijos”, gritó él.
Iba con una cerveza en una mano. El cabello largo con un mechón verde a su costado. Los ojos borrachos de alegría.

—Cristian —lo previno un amigo, que lo vio pasar—, no subas, que allá hay varios policías.

Cristian hizo un gesto despreocupado. Estaba ebrio y tenía hambre. La noche anterior, domingo 23 de septiembre de 2018, había celebrado su cumpleaños. Llegó a La Dolorita, a la casa materna, en la madrugada del lunes. Y ahora estaba en la escalera 9, del sector La Lira. Iba adonde sus suegros. Le faltaban alrededor de 20 metros cuando vio a varios hombres y mujeres con uniforme de la Fuerza de Acciones Especiales (FAES). Lo obligaron a detenerse. Eran poco más de las 5:00 de la mañana. No había un perímetro demarcado, nada estaba acordonado: todas las entradas y salidas se encontraban despejadas. Nada, absolutamente nada, podía haberle hecho pensar a Cristian, o a cualquiera, que esos hombres y mujeres vestidos de negro estaban en un operativo. Lo obligaron a ponerse de rodillas.

—¡No me maten! ¡No me maten! ¡Mis hijos, tengo hijos!

Le respondieron con un balazo en el tórax.
Minutos después, los miembros de la FAES tocaron la puerta de una casa. Pidieron entrar a tomar agua, a cargar los teléfonos. Los recibió una mujer que no supo decir que no. Una vez adentro, el jefe de la operación, el mismo que había halado el gatillo, le explicó a ella que estaban buscando a los subordinados de “El Negro”, el pran del sector.

—¿Usted conoce a Cristian Charris? —inquirió el funcionario.

—Sí, claro. Por supuesto.

—¿Él es malandro?

Cristian tenía cara de ser el niño más feliz del mundo. Eso pensó su primo Víctor, diez años mayor, cuando en la fiesta en la que le celebraban sus 6 años, le mostró su regalo: una piñata de Gokú, el protagonista de Dragon Ball, que había hecho él mismo con papel maché y la ayuda de mamá.  Cristian y su mamá se habían mudado a La Dolorita unos años antes. Vivían con su tía y sus tres primos. Su madre siempre le decía que estos últimos eran al mismo tiempo sus hermanos, papás, amigos y autoridades a respetar. Con Víctor desarrolló una relación más íntima, pues era el más cercano en edad.  Él le hablaba de la importancia de los estudios, lo aupaba a hacerle caso a mamá y le explicaba por qué a ella no le gustaba que pasara tiempo en la calle; le hablaba de los peligros de La Dolorita, en Petare, el cual, según repiten tantos medios internacionales como un cliché, es el “barrio más peligroso del mundo”. A Cristian le gustaba estar fuera de casa. Jugar con los amigos, ver a los vecinos, sentirse popular. A los 8 años, una vez la mamá lo estaba vistiendo y lo amenazó con dejarlo desnudo si insistía en salir.

—No importa, así mismito me voy —respondió él, cara en alto, nalgas desnudas, mientras cruzaba la puerta.

Cuando estaba en 7mo grado, con 12 años, la secretaria del colegio en el que estudiaba citó a su mamá, Carmen Elena Arroyo.

—A él no le gusta estudiar —dijo—, ¿por qué mejor no lo retira? No hace nada malo, se porta bien. Ni siquiera falta a clases. Siempre entra y cumple con las normas, pero no hace nada. No le gusta.

Cristián nunca volvió a pisar un aula. Empezó a pasar los días haciendo labores domésticas. Trabajaba albañilería con uno de sus primos. También veía a Víctor, a quien trataba de hermano, afeitando a domicilio o en la casa, y se quedaba absorto. Varios de los que habían crecido con él ahora pertenecían a bandas, usaban pistolas, vendían droga, robaban. Él se ponía nervioso cuando los veía. No quería que, por un accidente, le tocara ser la (mala) noticia del día. Le pidió consejos a Víctor.

—Los puedes saludar —le respondió este—, no tienes que negarles el saludo. Mientras no te la pases con ellos puedes andar tranquilo.

Tenía 14 años cuando Deynuby lo vio por primera vez. Una compañera de clases de ella vivía cerca de Cristian. Iba a su casa a hacer tareas y se topó con ese muchacho de 1,83 metros de estatura, flaco y fibroso, vestido como jugador de baloncesto.

—Yo quiero que me lo presentes —le pidió a la amiga.

Deynuby tenía 16 años. Empezó a frecuentar a Cristian, creyendo que él tenía su misma edad. Se enternecía ante la timidez del gigantón que jugaba baloncesto. Le dio el primer beso, se le declaró y se hicieron novios. Llevaban un año cuando, un día, él se le acercó a Carmen: 

—Mamá, te tengo que decir algo de Dey.

—¡No me digas que está embarazada!

Y sí. Eso era. Fue entonces cuando Carmen visitó a Deynuby para quejarse debido a que su hijo era muy jovencito. Allí la muchacha se enteró de que le habían mentido: Cristian no tenía 17 sino 15 años. Luego de muchas dudas, decidieron seguir adelante con el embarazo. Deynuby estaba furiosa, no quería tratar al papá de su bebé. No fue sino hasta varios meses después del parto que Cristian pudo pasar tiempo con la criatura.  Cuando buscó consejo en su primo, Víctor lo tranquilizó y le dijo que le iba a tocar dar un salto como el de Michael Jordan en Space Jam, pero de madurez. Tenía que trabajar. Para motivarlo, le enseñó las técnicas que conocía con la máquina de afeitar. Cristian comenzó a experimentar con sus amigos. Con el tiempo, Víctor, que consiguió trabajo como electricista, le cedió sus clientes. Tras unos meses afeitando en casa y a domicilio, varios lo convencieron de montar un tarantín en el lugar que más frecuentaba.
No usaba celular, pero tampoco era difícil encontrarlo: quien lo buscara solo debía ir a la cancha. Junto con sus amigos, Ronald y Peter, fundó un equipo al que llamaron Los Mágicos. Ya había otro conjunto en la comunidad, La Lira, pero era de jóvenes un lustro mayor que ellos. Con Los Mágicos querían abrirse paso, tener algo que fuera suyo. Empezaron a inscribirse en torneos y a perder. Eran adolescentes de 15 y 16 años contra hombres de más de 20. Partido tras partido, iban mejorando. Hasta que empezaron a provocar cuchicheos en las gradas: ¿cómo esos chicos les ganaban a tipos más fuertes? La cancha era un segundo hogar. Jóvenes como Peter, Ronald, Víctor, otro amigo llamado Mitchel y el propio Cristian se encargaban de limpiarla, de secarla, de cambiar los bombillos. A veces, empezaban a jugar a las 10:00 de la mañana. Doce horas después, cuando faltaba poco para la medianoche, seguían en lo mismo. Entonces, ocurría una escena habitual: Carmen bajaba, se paraba al lado de la línea con los brazos cruzados. A veces, en silencio. Con frecuencia, imponiendo su voz.

—Cristian, vete para la casa ya. 

De niño, algunos amigos se burlaban de él diciéndole que era un sometido. En esa adolescencia que incluía paternidad recién estrenada, sus más cercanos se sorprendían de los extremos a los que podía llegar Carmen. Por ejemplo, en partidos de torneos oficiales, con árbitros, público, tensiones dentro de la cancha y nervios en los banquillos, ella era fiel a su rutina: llegaba con cara de no-me-importa-nada-yo-soy-tu-mamá, y le gritaba que cuándo iba a subir, que no había comido, que hasta qué hora era eso. Cristian tenía que explicarle que estaba en plena final y que él único que podía decidir cuándo acabar el partido era el señor vestido con franela blanca y negra, zapatos de vestir y un silbato en la boca, que en ese momento estaba repasando en su cabeza el reglamento oficial respecto a cómo proceder cuando la mamá de uno de los jugadores amenaza con invadir la cancha. Es que Carmen vivía con miedo de que un día el hampa matara a su único hijo. Cristian y los demás chicos tenían acceso a la oficina de la cancha. Allí él guardaba su silla, el toldo, la máquina de afeitar y otros implementos. En su tiempo libre, buscaba tutoriales en Internet. Sin darse cuenta estaba haciendo lo que no había hecho en el liceo: estudiar. Aprendió a usar la navaja: dibujaba figuras en el cabello, ensayaba estilos que le veía a celebridades. Había un estacionamiento cercano que empezó a llenarse de gente que quería poner su cabeza en manos del basquetbolista que siempre tenía un chiste que contar. Con el dinero que ganaba, pudo hacerse cargo del segundo embarazo de Deynuby. En este sí estuvo presente.  Como pareja, Cristian y Deynuby habían vivido en varios sitios. Alquilados en una casa solo para ellos, con la familia de ella, con la familia de él. Carmen los apoyaba con todo lo que estuviera a su disposición: desde comida hasta dinero. Poco a poco, fue mejorando su relación con su nuera, aunque abundaban las discusiones sobre quién “se encargaba de Cristian”: ambas competían para lavarle la ropa o cocinarle. Lo cierto es que el noviazgo entre los jóvenes fue todo lo que se podía esperar de dos adolescentes que andan tropezándose por la vida, sin más conocimiento que algunos vestigios de sabiduría familiar y el aprendizaje empírico. Discutían, se distanciaban, se amistaban. Los celos, mentiras, ingenuidades, irresponsabilidades, torpezas. Infidelidades.  Una vez, Mitchel, que era amigo de ambos pero sobre todo de Cristian, la vio y le preguntó por él. A Deynuby se le humedecieron los ojos:

—A mí me gustaría que Cristian me dé mi hija hembra, así después no tenga más nada conmigo. Es todo lo que quiero.

Poco más de un año después, el deseo se cumplió.
Para ese entonces, Cristian había dejado el tarantín. Sus amigos le repetían que ya tenía mucho nivel para estar trabajando al aire libre. La gente hacía colas, venía de lejos. Era necesario que evolucionara. Fue entonces cuando empezó a trabajar en la peluquería de Mileidy, un centro estético donde se atendía principalmente a mujeres.  Cuando nació la niña, la vida se asentó como un tetris perfecto. Cristian y Deynuby eran una pareja establecida. En la peluquería a veces comenzaba a trabajar a las 10:00 de la mañana y cerraba la jornada pasada la medianoche. Su hijo del medio anhelaba las vacaciones, porque era el momento en el que papá vertía su creatividad sobre él: una vez le dibujó un Batman en un costado de la cabeza, del otro le hizo un logo de Superman y le pintó algunos mechones de verde. Una costumbre que nunca perdió Cristian era la de rumbear. Como su familia es colombiana, bailaba champeta con la misma entrega con la que lanzaba canastas. Los fines de semana, solía irse con sus amigos a Turumo, otro sector de Petare en el que predomina el vallenato, la champeta y demás ritmos de Colombia. A Carmen le parecía peligroso. Una semana antes del 23 de septiembre de 2018, Cristian y Víctor festejaron la vida con alcohol, baile y afecto:

—Hermano, yo te amo —dijo Cristian—. Yo estoy muy orgulloso de ti. Estoy trabajando duro para ser como tú.

Amanecieron abrazados. Una semana después, sería su cumpleaños. El número 25. Carmen lo vio el viernes y se fue a hacerle la suplencia a una amiga, que trabajaba cuidando a un anciano. El domingo, Cristian compró un tobo de camarones y mariscos para que Deynuby cocinara una pasta el día después de la rumba. En la mañana, le dijo a Víctor que lo acompañara a festejar a Turumo.

—No, hermano, no puedo salir, acuérdate de que ya nosotros salimos la semana pasada. Quédate tranquilo. 

Ronald, su otro compinche en las fiestas y con quien tenía tres meses planificando ese día, le canceló a último momento. Solo disponía de un par de zapatos, los cuales aún estaban húmedos tras lavarlos. Deynuby se quedó en casa: no le gustaba rumbear. Cristian se despidió de todos y se fue.

—¡Noooo! —le respondió la vecina al funcionario—. Cristian Charris no es malandro, él es barbero, juega básquet, tiene hijos. Él es un muchacho sano.

El uniformado, que hacía poco había disparado, se llevó las manos a la cabeza. Justo en ese momento, le enviaron por radio la foja del joven al que acababan de matar: no tenía historial criminal. Deynuby había oído horas antes unos gritos. El lamento de alguien que ruega por su vida. Un primo la llamó y le dijo que se asomara por la ventana, a ver qué estaba pasando. Ella no vio nada, aunque siguió oyendo cosas: disparos, gritos de “se fue por las escaleras, agárralo, agárralo”.
A las 3:00 de la mañana, había recibido un mensaje de su pareja en el que le decía que tenía hambre. Ellos vivían entre las casas de las familias de ambos: un rato en una, un rato en la otra. Deynuby, que estaba en la de su mamá, supuso que, como en efecto pasó, Cristian se iría a dormir a la casa en la que había crecido y luego iría a donde estaba ella. A las 6:40 de la mañana, escuchó toques desesperados en la puerta.

—¡Mamá, anda a abrir, por favor, que ese es Cristian y está rascado!

Pero era el primo que hacía rato la había llamado.  Le dijo que a Cristian lo habían matado y que el cuerpo estaba en la escalera. Deybuby bajó corriendo —en cholas, despeinada, con ropa de casa— y se encontró con unos 20 miembros de la FAES que disparaban a una mata de cambur. Todos en el barrio sabían qué implicaba eso: estaban simulando un enfrentamiento, sembrando “pruebas” de algo que no había pasado. Preguntó por su esposo, que le habían dicho que lo habían matado, quería saber de él. Los uniformados le ordenaron que se fuera, que ahí no había muertos, que estaban en medio de un operativo. Ella subió a casa, se cambió. Respiró profundo. Bajó de nuevo.

—¿Tu esposo tenía un mechón verde? —le preguntó uno de los uniformados.

—Sí.

—Aaaaaah. Él venía armado. Traía esto —sacó de uno de sus bolsillos un arma que a ella le pareció ridícula: chiquita, oxidada, fea—. Y nos hizo tres impactos.

Ella insistió en que era mentira, que su esposo jamás había sostenido una pistola. Preguntó dónde estaba.

—Búscalo en El Llanito.

—¿Pero está vivo o muerto?

—Búscalo en El Llanito.

Un amigo la llevó en moto hasta ese hospital. Sola, mareada, habló con mucha gente y entró a varios lugares. Un remolino de puertas, heridos, batas blancas. Hasta que una enfermera la orientó. Terminó frente a una puerta, con un patólogo pidiéndole calma para que reconociera el cuerpo que les había dado la FAES.  Entró.  Ahí estaba no Cristian, sino su cadáver: desnudo —lo entregaron sin ropa, sin documento de identidad, sin nada de lo que cargaba—, la cara golpeada; el cabello y parte de la espalda llena de tierra; los ojos rojos, pues la causa de muerte fue un shock hipovolémico, o sea, murió ahogado en su propia sangre: tenía saliva en la boca y el cuerpo estaba caliente. La enfermera le dijo a Deynuby que hacía poco había dejado de moverse. Trabajadores del hospital le comentaron que los funcionarios de la FAES pidieron dejarlo morir, que no lo atendieran, porque supuestamente se trataba de un delincuente peligroso. Era lunes 24 de septiembre. Afuera llovía a cantaros. Su hijo mayor tenía 8 años, el del medio 6 y la niña 2. Los dos varones apenas vieron a Deynuby le preguntaron si era verdad que a su papá lo había matado la FAES. El cuerpo lo velaron durante tres días, en casa de Carmen.

Al funeral asistieron alrededor de 500 personas. La urna la bajaron desde la casa hasta la cancha, en donde algunos de sus excompañeros jugaron un partido de baloncesto en su honor. Los encuentros entre Los Mágicos y La Lira se habían convertido en un derbi que se disputaba con la competitividad de rigor. A raíz de la muerte de Cristian y de la posterior migración de muchos integrantes de ambos equipos, algunos de los más destacados de La Lira pasarían a formar parte de Los Mágicos. Después de años de sufrirlo como rival, ahora encestarían cada canasta en honor al barbero más popular de La Dolorita.

Luego bajaron el féretro a la peluquería. Pasearon con él por las calles. Consejos comunales y líderes sociales recogieron centenas de firmas de personas que daban fe de quién fue Cristian en vida. Deynuby se abrazaba al ataúd:

—Algún día nos vamos a encontrar, mi amor —rumiaba con el tono del mar cuando se aleja.

Más adelante, se tatuaría el nombre del equipo, el de su pareja y el dorsal que usaba: el 30. 

Una edad a la que él nunca llegó.

Pero en la morgue, Carmen escuchó a su sobrina decir:

—De paso de que lo matan, lo ponen como el peor delincuente.

La versión oficial decía que Cristian tenía cargos de extorsión, hurto, homicidio, narcotráfico. 

—¿¡Cómo!? —dijo Carmen— ¡A Cristian no me lo van a poner como ningún delincuente! Ellos tienen que saber que destruyeron a mi familia, que no mataron a un delincuente: que mataron a un muchacho sano.

Empezó un proceso de denuncias, sintiéndose apoyada por Las Madres Poderosas: una organización formada por ella y mujeres que también perdieron a sus hijos en ejecuciones extrajudiciales. La primera fiscal que la atendió, la regional, quería obligarla a declarar que su hijo había sido hampón; además, le dijo que no podía darle el nombre del funcionario que había disparado porque ella podía “mandarlo a matar”. Cuatro años después y siete fiscales nacionales desde entonces, se realizó la audiencia preliminar. El asesino está siendo investigado en libertad, fue ascendido y sigue activo en el Helicoide, solo tiene una prohibición de salir del país. No se ha determinado aún cuál será el tribunal en el que se hará el juicio. En el acta oficial, los funcionarios alegaron lo que parece ser ya un formato en estos casos: que vieron a un sujeto sospechoso, le dieron la voz de alto y él les disparó, luego huyó por los techos. Escribieron, además, que ese enfrentamiento había ocurrido a las 10 de la mañana: la hora en que Cristian, en realidad, tenía cuatro horas muerto.

Durante 2018, según información oficial, murieron por intervención de la fuerza pública unas 5 mil 287 personas. En general, fueron jóvenes varones, racializados, que viven en sectores populares. El MUFLVEN ha logrado registrar 2 mil 287 de estos casos: 628 se debieron a intervenciones de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), 497 fueron responsabilidad de su división FAES. En la parroquia La Dolorita del municipio Sucre del estado Miranda, donde ocurre esta historia, murieron ese año a manos de las fuerzas de seguridad del Estado seis jóvenes. Ninguno superaba los 25 años.

La hija de Cristian, que ahora tiene 7 años, le dice a sus abuelas que se le está olvidando la voz de su papá. Carmen le buscó un video de Cristian para ayudarla a recordar. La niña, entonces, la miró a los ojos y le preguntó:

—Abuela, ¿cómo murió mi papá?

Esta historia fue desarrollada por La Vida de Nos en alianza con el Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela. Agradecemos el apoyo de la organización Madres Poderosas.

Nota de actualización del MUFLVEN para el 22 de enero de 2024:

A 10 meses de la publicación de la historia de Cristian -y a más de cinco años de su muerte-, gracias al empeño de su madre y sus compañeras de las Madres Poderosas, luego de sortear obstáculos, maltratos y dilaciones, el pasado 22 de enero fue condenado el primer funcionario policial responsable de su asesinato. Este es un avance enorme e inédito en la búsqueda de justicia, verdad y memoria. 

Ahora hay que esperar la publicación de la sentencia, asegurar que la condena se haga realmente efectiva y que el proceso penal continúe en contra de los –al menos- nueve funcionarios involucrados en esta ejecución extrajudicial, ya comprobada en tribunales.