Kaoru Yonekura
En Venezuela, muchas veces, pareciera que los pobres existen justo cuando les quitan la vida. De acuerdo con el Monitor del Uso de la Fuerza Letal en Venezuela (MUFLVEN), en 2020 fueron asesinadas al menos unas 2 mil 874 personas durante operativos policiales: 71 por ciento de esas muertes fueron de muchachos, habitantes de barrios, que tenían entre 18 y 30 años. En 2021, la lista siguió creciendo: el MUFLVEN llegó a registrar 1 mil 449 muertes de este tipo. Tan pronto como el 8 de enero de ese año se sumaron unos cuantos más. El primero de ellos fue un joven moreno, delgado, de 1,70 centímetros de estatura y con tres tatuajes. Tenía 23 años y una hija de 1. Lo llamaremos José García.
Entre las 9:00 y las 10:00 de la mañana de ese viernes, José y María González, su mamá, estaban tomando café en La Placita, en la parte alta del callejón donde vive María, justo frente de su vivienda, en La Vega. La Placita es, en realidad, el descanso de las escaleras del cerro. Desde allí, si se mira hacia la izquierda, los techos de otros sectores del barrio forman un mismo mosaico. Si se mira al frente o a la derecha, está La Montaña (le dicen así porque todo se ve verde). Y si se mira hacia atrás, hay más escalones. Desde tan arriba, madre e hijo creyeron escuchar el megáfono que anunciaba las primeras ofertas de plátanos del año nuevo. Pero no eran los plataneros en la lejanía, sino la Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana (PNB).
—Yo no estoy metido en nada de eso, mamá —le dijo él.
“Eso” a lo que se refería José podía ser el control de la Cota 905, armas y drogas por parte de la megabanda de Carlos Luis Revete, a quien conocían como “El Koki”. O las protestas por falta de agua de los vecinos, u otra situación sin relación con hechos delictivos.
José y María se quedaron en casa. Ella llamó a Miguel, su otro hijo, para decirle que se quedara en su trabajo. Y él le preguntó dónde estaba su hermano. Al saber que estaba en casa, gritó:
—¡Coño! ¿Pa’ qué se encerró? ¡Tenía que irse, mamá! ¡Esos no van a creer en nadie!
“Esos” a los que se refirió Miguel eran los policías, a quienes no quieren en el barrio porque no dan los buenos días y llegan disparando y dejando muertos a su paso.
Ese día, el “nadie” a quien no le iban a creer sería José.
Según cifras oficiales, entre 2016 y 2018 murieron 16 mil 280 personas por intervención de la fuerza pública, un promedio de más de 5 mil muertes anuales por estas causas. Desde entonces, Venezuela no cuenta con datos oficiales sobre estas muertes institucionales. Están otras cifras, como las del MUFLVEN.
Pero a veces hacer memoria no solo es recordar qué ocurrió, sino a quién le ocurrió.
—José era un carajito tremendo tremendo tremendo, pero pendejo; hasta Miguel lo regañaba para que tuviera malicia —recuerda María, meses después.
Las travesuras de José fueron las mismas de siempre: comerse la torta que preparaba su mamá y culpar a sus hermanos; y pelear con ellos cuando él quería ver el canal televisivo Animal Planet en el único televisor de la casa mientras que todos los demás querían ver una película.
—Es que a José lo que le gustaba eran los animales —recuerda su hermana Ana―. Por eso también se iba pa’ la montaña de aquí al frente y agarraba ardillas y culebras, y las cuidaba. Las iguanas se las traía y se las comía con cualquier cosa que hubiese… ¡Él era el más comelón de nosotros tres! Si le ponían arroz y pasta juntas, y caraota y queso, se lo comía todo. Eso sí: se comía lo que había y ya.
Porque José no fue muchacho de quejarse por la comida servida, porque estuviese fría o porque no hubiera. Tampoco fue de beber hasta endeudar el bolsillo ni de rumbear hasta que lo abandonara el espíritu. Y no fue vago ni maleante: aunque no quiso estudiar después de 6to grado, trabajó como vendedor en el Mercado Mayor de Coche y como recreador de planes vacacionales. Cuando su mamá lo vio con un cigarro en la boca, lo obligó a cumplir el servicio militar. Después trabajó instalando cámaras para carros en una cauchera.
—Pero cuando me lo llevé a Colombia pa’ trabajar —cuenta riendo su hermana—, él lo que hacía era llorar como niño consentido, porque extrañaba a mi mamá. Tanta fue la llorona que montó que mi mamá tuvo que ir hasta allá a buscarlo, porque él ni siquiera se podía regresar solo, y eso que estaba con su mujer y su hija… Duró un mes y fue mucho.
De vuelta en Venezuela, José siguió trabajando en la cauchera. De lunes a sábado salía de casa alrededor de las 7:00 de la mañana y regresaba a las 3:00 de la tarde. Cuando no, regresaba a eso de las 9:00 de la noche.
—Nunca me dio dolor de cabeza por drogas o una pistola escondida, nada —insiste su mamá.
Sobre todo, José fue un muchacho confiado: creyó en sus buenos pasos bailando champeta; en las canciones de Diomedes Díaz, en el amor de su novia y de su hija; y que cada tiempo libre lo usaría para subir la montaña, jugar baloncesto o dominó en casa de algún vecino, o ajiley con sus hermanos. Confiaba en que estaba aprendiendo a ser papá, aunque no lograba combinar la ropita de su hija.
—Lo que lo mató fue la confianza. Mi hijo creyó que como no estaba metido en nada, no le iba a pasar nada… Uno mismo se confió —se lamenta María.
Cuando la FAES tocó la puerta, la madre no quiso abrir; aunque creyendo en la justicia de Dios y en la del dicho que reza que “el que no la debe, no la teme”, abrió.
—¿Con quién estás tú aquí? —le preguntó uno de los cinco funcionarios que entraron, todos con uniforme de camuflaje blanco y negro, chalecos antibalas, armas largas y cortas.
—Con mi vecina, mi hijo, su pareja, su suegra y dos nietas pequeñas.
Los funcionarios le preguntaron a José su nombre completo y después le dieron la orden:
—Chamo, dale pa’ fuera.
Y José salió a La Placita.
María intentó ir detrás de él pero los funcionarios se lo impidieron: se quedó mirando, entre las láminas de zinc del rancho, cómo le dieron patadas y golpes en la cabeza a su hijo. Escuchó que le preguntaron a qué se dedicaba y cómo su hijo palabreó por su vida.
—Les dijo que era sano, que era cauchero, que trabajaba en la cauchera cerca de la redoma de La India, que lo radiaran para que vieran que no tenía nada que ver con nada, suplicaba que no lo mataran y un funcionario le dijo: “Chamo, no seas llorón”.
Otro funcionario le dijo que corriera.
José corrió hacia el rancho de la vecina y le dieron el primer disparo por detrás, en la región axilar izquierda. Quedó vivo y algo decía. Así, María supo que su hijo estaba herido, pero vivo.
—¡No te arrodilles que esas ratas te van a matar!
Así fue.
A José le dieron un tiro en el lado izquierdo de la región pectoral. Murió por un “edema cerebral severo por shock hipovolémico por herida de arma de fuego al tórax”. Quedó con sus ojos marrones abiertos. Quizás murió sorprendido, tal vez esperando la bendición de su madre, darle la bendición a su hija y un beso a su mujer.
Como suele suceder, los funcionarios armaron la escena de un enfrentamiento que no ocurrió: a José lo asociaron con una banda delictiva de alguien a quien apodaban “El Wuala”. Le dejaron cerca una pistola Sig Sauer calibre 9 milímetros con seis balas y un radio transmisor Baofeng. Antes o después, los funcionarios dieron dos tiros a unas barandas y así, el asesinato de José sería tan distinto que parecería otro hecho.
De acuerdo con el acta de investigación de la PNB, del 9 de enero de 2021, los hechos ocurrieron de esta manera: “Después de un recorrido constante, nos encontrábamos en la parte alta de la calle (…), observamos a un ciudadano en actitud sospechosa, frente a una vivienda, quien sostenía un arma de fuego en sus manos y un radio de frecuencias, por lo que rápidamente nos resguardamos, tomando las medidas de seguridad y desplegándonos tácticamente alrededor de dicho inmueble, ya que el ciudadano al notar la comisión accionó su arma de fuego en nuestra contra. Motivo por el cual me vi en el estado de necesidad de repeler la acción, resultando herido el ciudadano (por identificar), una vez que se encontraba en el suelo, se realizaron las coordinaciones correspondiente para su traslado a un centro asistencial”.
Aquel día, hubo más muertes y más humillaciones, y no solo por la FAES, el DIP y la Unidad de Operaciones Tácticas Especiales (UOTE) de la PNB. En el “operativo de seguridad ciudadana” también participaron la Guardia Nacional y su cuerpo élite Comando Nacional Antisecuestro (CONAS); y el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC). Se conoció como “La masacre de La Vega”: hubo la mayor cantidad de víctimas en un mismo operativo por parte de policías y militares en los últimos 50 años en Venezuela. De acuerdo con la organización Lupa por la Vida, fueron 23 fallecidos. Según el Monitor de Víctimas, fueron 14. Todos los registros coinciden en que cada muerto fue un civil señalado como delincuente.
De 14 evidencias fotográficas analizadas por Amnistía Internacional, horas después del suceso, “9 (de los fallecidos) tienen heridas de bala torácicas, cercanas al corazón, y dos heridas en la cabeza… Disparos muy cercanos, muy dirigidos” que no suelen darse en enfrentamientos, sobre todo porque no se reportaron policías ni militares abatidos en la operación que, como afirmaron las fuentes oficiales, estuvo conformada por 650 agentes.
La Misión internacional independiente de determinación de los hechos sobre Venezuela definió el operativo como uno de los “más letales”. Hoy se habla de esta masacre como una política de exterminio y así, un crimen de lesa humanidad. En 2020, había advertido Michelle Bachelet, ex alta comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos: “Me preocupan los altos números de muertes de jóvenes en barrios marginados como resultado de operativos de seguridad”.
—José fue el primero que bajaron enrollado en una sábana. Él es el de la foto que salió en Internet. Es mentira que murió en el Hospital Pérez Carreño. Cuando lo vi en la morgue, tenía un tirro en la pierna que decía “Caído por el FAES”. Cuando fui al CICPC a poner la denuncia, salía como el primer muerto y ahí, cuando me dijeron que fuera a reconocerlo en una computadora, también era el primero que salía —cuenta María.
“Aunque en el caso José García sí se han mandado todas las órdenes formales, y la señora María González junto con otras víctimas fueron atendidas por el director del CICPC, en términos de resultados, no es muy diferente a otros casos: el hecho ya va para dos años y sigue en fase de investigación, no hay detenidos ni imputados y la señora María, por ser testigo clave, se encuentra en riesgo”, explica el profesor Keymer Ávila, abogado e investigador, director del MUFLVEN.
El 2021 transcurrió como el 2020.
El MUFLVEN registró 1 mil 449 muertes como las de José: muchachos morenos de barrios: 13 por ciento de estas muertes fueron por intervenciones de la FAES. Solo en La Vega, el MUFLVEN contabilizó 37 muertes por intervención de la fuerza pública ese año, y precisó que en 28 de ellas estuvo involucrada la FAES.
—Me dijeron que, por orden de Maduro, José ni ninguno de los abatidos podía tener funeral —recuerda su mamá.
Para su entierro, seis días después, en un cementerio a las afueras de Caracas, fue escoltado desde el Servicio Nacional de Medicina y Ciencias Forenses en Colinas de Bello Monte por cuatro funcionarios como si fuese un delincuente vivo. José fue enterrado en una modesta urna donada en una fosa prestada sin lápida.
Su mamá trata de seguir viviendo en frente de esa placita del barrio donde las bandas delictivas quieren adueñarse de todo y la policía se adueña de la vida.
Los nombres fueron cambiados para proteger a las víctimas sobrevivientes que se encuentran en riesgo permanente y aún no han recibido medida alguna de protección por parte del Estado.
Esta historia fue desarrollada por La Vida de Nos en alianza con el Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela. Agradecemos el apoyo de la organización Madres Poderosas.