Una investigación muestra cómo esta división de la PNB ha actuado, en sus cinco años de existencia, como un cuerpo de seguridad aparte que perpetra violaciones masivas de derechos humanos con impunidad plena.
23 de junio de 2022 | Keymer Ávila
Este 14 de julio las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la PNB cumple cinco años de su activación pública decretada por el Presidente de la República. Desde sus inicios, diversas organizaciones y actores institucionales han señalado que esta división es responsable de cometer graves violaciones contra los derechos humanos en el país. ¿Cuál es el balance que puede hacerse sobre sus actuaciones? ¿Qué ha pasado con los cientos de casos fatales en los que se ha visto involucrada?
Lo que sigue son las conclusiones de la investigación “Las FAES no dependen de nadie. La muerte como divisa”, que publiqué hace unas pocas semanas, en un intento de responder sobre estas y otras interrogantes vinculadas con el “fenómeno FAES”.
Las FAES tienen una triple expresión: son una muestra de la racionalidad bélica que opera tanto en la política general del país como en las supuestas políticas de seguridad ciudadana. A su vez, son un claro ejemplo del proceso de contrarreforma e hipertrofia policial que se dio de manera paralela a la publicitada reforma policial iniciada en 2006. Y, finalmente, son producto del largo proceso de precarización institucional, del ejercicio ilimitado del poder, del estado de excepción permanente y la necropolítica de la Venezuela actual.
Evidencias e indicadores
La cantidad de casos que se han documentado y analizado, que son muchos menos de los que en realidad ocurren, muestra las dimensiones de la violencia institucional de carácter letal en Venezuela. De las 8.734 víctimas por intervención de la fuerza pública que se lograron registrar entre los años 2017 y 2020, 2.260 (un 26 %) se deben a intervenciones de las FAES (1).
Cuando uno analiza las circunstancias específicas de los casos, se observa una tendencia al incremento de las ejecuciones en los propios hogares de las víctimas (Gráfico 1). El perfil de las víctimas es el tradicional en estos casos: jóvenes, pobres y morenos. La mayoría (un 75 %) no tenía ningún tipo de antecedente penal ni policial o no se encontró información al respecto. Apenas un 7 % ciento estaba solicitado efectivamente por un juez penal. Al menos el 29 % de estas personas estaban desarmadas en el momento del hecho.
Esto contradice el discurso oficial, amplificado por los medios, según el cual estas muertes sería el resultado de “enfrentamientos” con peligrosos delincuentes, y buscarían legitimar ante la sociedad lo que no son sino violaciones masivas a los derechos humanos. En Venezuela no hay una reacción social negativa ante estos hechos, como sí ocurre cuando esta violencia institucional es aplicada —en menor intensidad y extensión— contra otros sectores sociales, como disidentes políticos o manifestantes que tienen un mayor poder de reclamo social, así como importantes redes de solidaridad y relacionamiento.
Sucede que aún en el supuesto de que todos los asesinados tuvieran antecedentes o registro policiales, eso no justifica ni legitima sus muertes, por lo que el debate mediático sobre la “inocencia” o no de los fallecidos debería erradicarse. Los derechos deben ser para todos, sin excepción, o no serán para nadie.
Los indicadores de abuso de la fuerza letal, ya de por sí muy elevados en los cuerpos de seguridad en el país, en el caso de las FAES son más graves. Uno de estos indicadores, en los que hemos venido trabajando en perspectiva comparada desde el Monitor del Uso de la Fuerza Letal para América Latina y el Caribe, es la relación entre civiles y funcionarios fallecidos. La literatura especializada ha establecido que la muerte de más de diez o quince civiles por cada funcionario de seguridad “sugiere que se pudiera haber utilizado la fuerza letal para fines distintos de la protección de la vida en situaciones de emergencia” (Chevigny, 1991), claro indicador de un uso excesivo de la fuerza letal.
En el caso de nuestra investigación, por cada funcionario de las FAES fallecido mueren 251 civiles. Esta cifra duplica la desproporción en el uso de la fuerza de todos los cuerpos de seguridad del país. Y supera —al menos— 17 veces los máximos indicadores de uso excesivo de la fuerza letal.
Por su parte, el índice de letalidad (la razón entre civiles fallecidos y civiles heridos por intervención de la fuerza pública) de la FAES, es también alarmante: por cada civil herido por intervención de la FAES fallecen 126 personas. Es el triple del índice de letalidad de todos los cuerpos de seguridad del país, que también es muy alto. Estas cifras son preocupantes porque aún en contextos bélicos lo que se espera es que el número de muertos no sobrepase por mucho al número de heridos o que el número de estos últimos sea mayor. Este índice debería ser siempre inferior a uno; cuando el valor supera este límite, y se registran más muertos que heridos, se está también ante un escenario de uso excesivo de la fuerza. Otra desproporción que se puede apreciar es que, en el marco de estos eventos, por cada persona detenida por las FAES fallecen seis.
Estos indicadores muestran que existe un uso desproporcionado de la fuerza letal por parte de los organismos de seguridad del Estado y de manera mucho más amplificada en el caso de las FAES. Cuando se contrastan los pocos datos que existen de trabajos de décadas pasadas, que intentaron hacer estimaciones similares, se puede observar claramente un incremento de la letalidad policial y militar durante los últimos años en Venezuela. La actuación de las FAES reproduce de una forma más brutal y expansiva patrones que se observan desde los inicios de la democracia en nuestro país, lo que agrava su daño en la sociedad y en las instituciones, además de situar a Venezuela entre los países con los índices más elevados a nivel regional.
Los datos y casos analizados evidencian que, dada la cantidad de víctimas con los mismos perfiles, y cómo estas muertes a manos de actores institucionales ocurren por casi todo el territorio nacional, se trata de ataques generalizados en contra de un sector significativo de la población: jóvenes, pobres y morenos.
Estas acciones se sostienen en el tiempo. Se repiten sus patrones comunes, por lo que no son accidentales, ni espontáneos, ni casuales, ni aislados. Parten de espacios orgánicos institucionales, con apoyo presupuestario y logístico, y promoción y protección desde los más altos niveles políticos del país, que lo expresan y reconocen clara y públicamente. Y para completar, está la impunidad de la cual gozan los funcionarios involucrados en estas muertes. Al sumar todo esto, queda claro que hay un sistema de violencia letal, así como una política de Estado, de la cual las FAES son solo uno de los instrumentos más visibles.
Esto en modo alguno significa que se trate de un Estado autoritario ordenado, homogéneo, centralizado, monolítico, eficaz y eficiente, que tiene todo bajo control y está a salvo de fisuras, facciones o contradicciones. El asunto es más complicado y también más peligroso y violento. Un Estado autoritario puede ser también caótico, precario institucionalmente, y promover la creación de pequeños feudos, de los que las fuerzas de seguridad forman parte. A cambio de mantener bajo control a cualquier elemento que pueda disputarle al gobierno el poder o su estabilidad, se ofrece el ejercicio de sus respectivas cuotas de poder sin contenciones institucionales ni legales. Justamente por esas características, desde el Estado se puede ejercer una mayor violencia, porque se tienen menos límites y controles.
Este Estado autoritario caótico, híbrido, deja muchas zonas grises que permiten la libre actuación de estos funcionarios. La política de promoción de esta división se alterna también con la tolerancia ante sus excesos, oscila según las circunstancias entre la acción y la omisión: así como los aupa y alienta, les garantiza la impunidad de sus actos. Es bien conocido que los cuerpos de seguridad del Estado tienen también sus propias agendas independientes y corporativas, que pueden en ocasiones ser contrarias a los intereses estatales (extorsiones, secuestros y actividades delictivas de poca monta para el lucro personal de funcionarios rasos). Sin embargo, aún en esos casos, esos funcionarios no dejan de ser agentes del Estado e instrumento de quienes detentan el poder político y económico.
Este trabajo demuestra nuevamente que la violencia policial de carácter letal en Venezuela no es, o al menos no es únicamente, una mera respuesta al fenómeno delictivo. La violencia institucional sirve para muchas cosas que van más allá de políticas simbólicas de control del delito, especialmente en momentos de crisis económicas, políticas y de legitimidad. Esto se ha explicado de manera detallada con evidencias en otras oportunidades, y se ratifica en este estudio.
Las funciones económicas y políticas
Para los cuadros superiores, estar en las FAES significa disponer de recursos públicos e influencia; a los estratos medios y bajos —gracias al poder que genera disponer discrecionalmente de la vida y muerte de las personas—, les abre amplias posibilidades para el control de mercados ilícitos. Las funciones son también políticas: pueden ejercer el terrorismo de Estado, para disuadir a la población de cualquier acto de resistencia o disidencia.
Estos escuadrones se forman en secreto y con gran discrecionalidad sobre cómo operan y se financian. No rinden cuentas ni asumen responsabilidades posteriores en sus actuaciones. Eso aumenta las oportunidades para que intereses particulares, grupales y crematísticos predominen sobre los intereses públicos, de allí los distintos actos de pillaje, rapiña, extorsión y secuestros practicados por esta división.
Los saldos letales pueden ser en sí mismos un instrumento de poder. Se presentan como “resultados” que mostrar a los jefes políticos, con las muertes institucionales como el “producto” de una capacidad de fuerza. Así se justifican mayores presupuestos, dotación y crecimiento, hasta formar pequeños ejércitos particulares. De esta manera, las FAES ganan más incidencia dentro de los aparatos armados del Estado y las coaliciones que ejercen el gobierno.
Esta es solo una hipótesis de trabajo, pero no debe descartarse para comprender por qué existen estas políticas cuyo objetivo trasciende la mera contención de grupos delictivos o la represión de la disidencia.
Impunidad y respuesta institucional
La información disponible, que va desde los datos oficiales, pasando por los informes de la ONU, hasta los testimonios de los familiares de las víctimas, constata que los niveles de impunidad en los casos de homicidios cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado en Venezuela son casi absolutos. La tolerancia de los operadores del sistema de justicia es tan manifiesta que, en ocasiones, funcionarios del Ministerio Público les informan a los familiares de las víctimas que tienen instrucciones de no proceder en los casos donde las FAES están involucradas.
La información que el propio gobierno le dio a la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas (2020) es muy clara: entre 2017 y el primer trimestre de 2020 se registraron 4.890 casos de homicidios cometidos por funcionarios. De estos solo 13 llegaron a juicio (un 0,3 %), y en uno solo tienen a un condenado (un 0,02 %). La impunidad es prácticamente total. Y así debe ser en los más de 16.000 casos ocurridos durante este período. A la política de acción la acompaña una política de omisión.
Las siglas son transitorias, la política queda
Respecto a los cambios en esta división y el debate sobre su disolución, como consecuencia de su descontrol que ha llegado incluso a tocar los intereses de simpatizantes del gobierno, han circulado versiones diversas, compatibles entre sí. La principal es que los miembros de las FAES están siendo reasignados entre distintas direcciones de la PNB, el llamado “reciclaje de funcionarios” que ayuda a bajar la presión nacional e internacional mientras extiende a toda la PNB las lógicas y prácticas de las FAES. Fuera de estos intentos de absorción de las FAES y de los cambios de siglas para bajar la presión pública, la política discrecional de exterminio continua.
Algunos funcionarios aseguraron que las FAES se mantendrían solo en en el centro político del país, Caracas, y operando de una manera más controlada. Por esto enviaron a varios funcionarios a la Dirección contra la Delincuencia Organizada (DCDO). En el interior se presentan como Brigadas Territoriales de Inteligencia (BTI), cuyas atribuciones no son claras pero todo apunta a que son grupos residuales que cumplen órdenes discrecionales de su jefe. En los grupos especiales tradicionales de la PNB, el UOTE y el de Orden Público, hubo resistencias para recibir a los efectivos de FAES, por su falta de profesionalismo, preparación y disciplina, pero muy especialmente por sus implicaciones en materia de violaciones a los derechos humanos.
Otros espacios de la PNB que los están recibiendo son la Dirección de Inteligencia y Estrategia (DIE) y la Dirección de Investigación Penal (DIP), aunque la acción de las FAES, más que en inteligencia o investigación, se ha basado fundamentalmente en la fuerza letal. E incluso en esta función su desempeño institucional ha sido sumamente cuestionado, por lo que tampoco califican como un grupo táctico o élite. Para que un cuerpo de seguridad desempeñe labores de inteligencia o especializarse en el uso de la fuerza de alta intensidad, son fundamentales los procesos rigurosos de selección y capacitación, la disciplina y los controles que no tienen lugar con los funcionarios de las FAES.
En sus cinco años, las FAES no han desempeñado con claridad ninguna de las áreas formales del servicio de policía, ni las especialidades descritas en las leyes. Los demás funcionarios las describen como un cuerpo policial en sí mismo, paralelo a la PNB a la que oficialmente pertenece, que se maneja arbitraria y autónoma, y no rinde cuentas a sus mandos naturales inmediatos sino solo a “altos mandos”.
Como un ejército particular, han actuado para individuos y grupos, de maneras lícitas e ilícitas, con altos costos en vidas humanas y fuertes daños a una institucionalidad que debe servir a todos. Pero a pesar de sus dualidades, en ningún caso han dejado de representar y formar parte del Estado.
Es importante que veamos más allá. Las FAES, en el mañana cambiarán de nombre o seguirán infiltrando toda la PNB, pero la matanza continuará. Antes era la Policía Metropolitana en el Área Metropolitana de Caracas, ahora es la PNB en todo el país; antes también fueron las OLP como en la democracia fueron los conocidos operativos Plan Unión o la Operación Vanguardia. Las FAES son apenas la punta del iceberg; en esta masacre por goteo participan todas las fuerzas de seguridad.
Enfocarse solo en esta división distorsiona reduce las magnitudes reales de lo que está sucediendo con la violencia institucional de carácter letal en el país.
La disolución de las FAES no es suficiente si se mantiene intacto el resto del sistema institucional que promueve, protege y tolera este tipo de políticas. Tiene que haber justicia y reparación para los familiares de las miles de víctimas. Tienen que fortalecerse instituciones como la Defensoría del Pueblo, el Ministerio Público y el Sistema de Justicia, para ello deben ser autónomas e independientes. El Fiscal General y los tribunales tienen que poner límites reales al poder Ejecutivo y a sus cuerpos de seguridad. De lo contrario, el gobierno se limitará a eliminar cuerpos policiales y a crear otros iguales o más poderosos y descontrolados que sus predecesores, tal y como ya ha ocurrido.
(1): Se hicieron solicitudes formales de información al Ministerio de Interior, Justicia y Paz, al Viceministerio del Sistema Integrado de Policía, al Observatorio Venezolano de Seguridad Ciudadana, al Ministerio Público y a la Defensoría del Pueblo. Ninguna fue respondida.
Para hacer el análisis particular por cuerpo policial y de las FAES, ante la opacidad y precariedad de la información, se tomaron como fuentes las noticias sobre los casos de muerte por intervención de la fuerza pública, mediante seguimiento diario de noticias durante los años 2017 y 2020 en los portales digitales del MIJ y el Ministerio Público, así como 36 diarios (16 nacionales y 20 regionales). Cuando fue necesario complementar información se revisaron también las páginas o redes sociales de las policías del lugar de los hechos. En los casos en los que existía información oficial ésta fue priorizada ante cualquier otra fuente.
Esta base de datos fue cruzada y complementada con el seguimiento que hizo Provea hasta el año 2019 –a nivel nacional- y el Monitor de Víctimas -que hace seguimiento de casos en el área metropolitana de Caracas- desde mediados de 2017 hasta 2019. Estas dos últimas bases de datos aportaron el 15% de los casos totales a ser analizados.
Para la sistematización de la información se utilizó la misma matriz empleada en investigaciones anteriores (en 2020, 2019, 2018 y 2016) que se ha corregido y completado posteriormente. En ésta se trató de vaciar la mayor cantidad posible de datos sobre cada caso. La unidad de registro fueron las personas (víctimas) para así evitar la duplicación de eventos. Adicionalmente se recogieron variables de tiempo y lugar que contribuyeron a llevar mayores controles de la información. Se realizó una sistematización y análisis de aproximadamente 12.573 noticias. Se censaron los casos registrados en los medios, ocurridos en todo el país, para llegar a un total de 8.734 víctimas por intervención de todos los cuerpos de seguridad durante este período. Los casos que se han logrado documentar con este método apenas abarcan un 30% de los que son registrados oficialmente, límite máximo verificado en trabajos previos (de 2016 y 2019) que se ratifica en esta investigación. Más detalles en la sección metodológica de la publicación que resume este artículo.