Nacieron en 2015 para proveer paz a los sectores populares pero han dejado muertes, dolor, daños y violaciones a los Derechos Humanos. Mientras tanto, los líderes de las bandas aún se pasean. Jóvenes y adolescentes son los más afectados por las incursiones policiales que ahora incluyen a los “colectivos”. El terror cunde en los barrios y las denuncias languidecen ante un Estado que las ignora
21 de agosto de 2017
Natalia Matamoros
En el sector Los Mangos de Cementerio se respira tristeza en cada rincón. Las casas muestran las marcas de la violencia. Tienen tiros en sus paredes y escaleras. Las manchas de sangre decoran algunas fachadas. En la punta del cerro los inmuebles de latón exhiben frases como “policias asesinos”, “ya basta de que maten a gente inocente”. Hay una pinta de protesta que marca una fecha que nadie olvida: 11/07/2017. Ese día fue asesinado Pablo Tovar, un joven de 14 años, durante una de las Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP) más represivas que se produjo en esa zona.
Ha pasado un mes desde ese operativo, y aún el relato de los vecinos se comparte con lágrimas e impotencia. El despliegue comenzó temprano, a las 7:00 AM, justo a cumplirse dos años de la primera incursión policial y militar anunciada para acabar con las bandas más temidas de la Cota 905, El Valle y El Cementerio, declaradas zonas de paz. Aún están vívidas las imágenes de los uniformados encapuchados, en vehículos blindados, irrumpiendo en la Cota 905 la madrugada del 13 de julio de 2015 que dejó un saldo rojo luego de más de siete horas. Hubo tiroteo y hubo muertos: 15 «delincuentes», según anunciaba el entonces ministro de Interior, Gustavo González López, ahora director del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin). Portando chaleco antibalas, hizo el parte de esa primera operación: 134 detenidos, 20 vehículos recuperados. Todos fueron calificados como «delincuentes», «hampones», «malandros», pero los cadáveres que se apilaron en la morgue tenían dolientes. El cuerpo de Edison José Alcalá Alcalá, de 21 años, por ejemplo, fue entregado a sus familiares con la admisión por parte del Cuerpo de Investigaciones Penales y Criminalísticas (Cicpc) de que el abatido no tenía antecedentes penales.
Es uno de los tantos casos que han dejado las OLP, denunciadas como irregulares desde el primer momento pues han violado sistemáticamente el derecho a la vida, a la integridad personal y al debido proceso, a la libertad ambulatoria y al derecho a la vivienda. Desde el Artículo 43 al 50, consagrados a los Derechos Civiles en la Constitución Nacional, han sido vulnerados. De igual modo, estos mismos derechos están en convenios internacionales de Derechos Humanos. Nicolás Maduro decía que el objetivo era “la búsqueda de la convivencia, la paz y la seguridad del pueblo”.
Dos años más tarde, el 11 de julio de 2017, un centenar de hombres de la Policía Nacional Bolivariana vestidos de negro y portando armas largas volvieron a entrar a El Cementerio. Una vecina del sector los califica como «un ejército» que tomó más de siete comunidades. Tumbaron las puertas de las casas, destrozaron muebles y desordenaron los gaveteros. No faltaron los insultos para dirigirse a las muchachas y a las amas de casa: «Mira, rolo e puta, ¿dónde está «El Chino»?, ¿dónde lo tienes escondido?», le gritaban. El supuesto delincuente no estaba allí.
Mientras algunos uniformados intimidaban, allanaban viviendas y humillaban a las muchachas, otros perseguían jóvenes. Se mezclaban inocentes con acusados de cometer varios delitos. Pablo pertenecía al grupo de los sanos. Padecía retardo mental. Su contextura era delgada y su estatura baja para su edad. Lo confundían con un niño de 8 años y era poco conversador. Ese día salió a jugar con su hermano de 11 años, y aunque ambos vieron el movimiento policial, se mantenían entretenidos volando papagayos. A unas cuadras de distancia, los funcionarios perseguían a unos muchachos. Se escucharon detonaciones. Los hermanos se pusieron nerviosos y corrieron en dirección a su casa. Pero fueron avistados por dos policías, que los siguieron y abrieron fuego. El menor de la familia logró esquivar varios proyectiles, pero Pablo que no tuvo la misma agilidad: recibió tiros en un costado y en un brazo. Avanzó unos cuantos metros y se desplomó. Murió.
La zona fue acordonada, un cerco rompía la comunidad. Nadie se acercaba al cuerpo del adolescente, tendido a la intemperie. Quien le disparó, un hombre delgado, alto y de tez morena, según describen testigos, tampoco se quedó. No hubo auxilio ni admisión. El uniformado, de hecho, se retiró para continuar su operativo en otras calles. La madre del joven, Yajaira Márquez, había salido a comprar verduras en el mercado. Cuando llegó a la entrada de Los Mangos escuchó una bomba: “Yaja, mataron a Papagayo”, como le decían por cariño a su chamo. La mujer tiró las bolsas y corrió hasta su casa. No pudo llegar. La policía había tomado sus alrededores. A Tovar la policía lo dejó abandonado en el hospital Pérez Carreño. La comunidad, indignada, protagonizó sendas protestas frente a la Fiscalía General, exigiendo justicia por el asesinato. Pero no hubo castigo para los funcionarios que actuaron en el procedimiento. Tampoco paz. Los vecinos aún temen y recelan de la violencia del Estado. Al hermano de Pablo le cuesta dormir por las pesadillas. Su madre cuenta que el niño no puede ver a un hombre vestido de negro porque le sobrevienen crisis de llanto.
En El Cementerio los vecinos han contabilizado más de 30 muertos entre 2016 y 2017 durante estos procedimientos. La mayoría de las víctimas son jóvenes que no llegan a 25 años. Dicen que al menos 20 no estaban involucrados en crímenes, como serían los casos de Pablo «Papagayo» Tovar y de Diego González. Al segundo lo masacraron cuando caminaba por uno de los callejones del barrio Los Sin Techo. La PNB desplegó un operativo de más de 100 hombres a finales de 2016 en esa zona. El muchacho de 18 años recién cumplidos salió de su casa a las 9:00 AM para trabajar en el mercado de El Cementerio, cuando la policía lo detuvo. Cuentan que uno de los uniformados le preguntó a dónde se dirigía el «bichito», y aquél le contestó que iba a trabajar. Pero la orden fue arrodillarse y callar. Se escuchó un disparo. De la frente perforada brotó sangre. Y de su casa salieron corriendo sus familiares que lograron ver el suceso: “por qué lo hiciste”, le gritaban al funcionario.
Emplazarlo no ayudó. Acompañado por 15 compañeros de fuerza, cual secuaces, el policía entró a la vivienda de Diego. Partieron varias sillas y cargaron con un ventilador, un decodificador de DirectTV y varios celulares. En el budare de la cocina había unas arepas. Se las comieron y se llevaron unos paquetes de harina y azúcar que estaban en uno de los gabinetes. Relatos como ese cunden por las zonas populares, algunos con hasta dos años de impunidad absoluta, que se suman a las denuncias de destrucción de viviendas, hurtos, violencia y hasta de “particulares interviniendo en operativos de OLP como funcionarios activos”, como denunció la fiscal general Luisa Ortega Díaz en Venevisión el 20 de julio hace ya un año.
Según el informe del año 2016 del Ministerio Público, en más del 70% de estos procedimientos participa la PNB, pero también la Guardia Nacional y otras fuerzas de seguridad. Durante el año pasado, de acuerdo con el documento estadístico de la Fiscalía, 4.667 personas murieron a manos de los cuerpos de seguridad. En ese lapso, 635 agentes fueron acusados por violación de derechos humanos en los despliegues. Pero, de acuerdo con la ONG Provea, la mayoría de estos crímenes queda impune. Los culpables ni siquiera son destituidos.
Tierra de nadie
Para Inti Rodríguez, coordinador de Provea, las OLP han sufrido modificaciones desde su creación en 2015 como un mecanismo para desarticular las bandas criminales. En un principio se practicaban más detenciones y el entonces ministro para las Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Gustavo González López, ofrecía los resultados de los procedimientos. Tenían carácter mediático. Pero desde el año pasado, la orden es “reprimir” y “matar”, afirma.
Las ejecuciones extrajudiciales han sido el común denominador, así como los «allanamientos» ilegales, sin orden de tribunales. Por si fuera poco, ha habido cerca de ocho masacres: la más emblemática fue la registrada el año pasado en Barlovento donde murieron 18 personas durante un operativo desplegado por el Ejército en el municipio Acevedo. Uno de ellos era Yorman Mejías.
Los militares se acercaron a la finca donde el hombre sembraba plátanos en la población de Yaguapa. Sus allegados relataron que lo apuntaron a él y a su hermano que tenía una discapacidad en una pierna. Se lo llevaron a un comando. Allí lo obligaron a hacer trabajos forzados. Cortaba el monte y sembraba. A los pocos días, fue trasladado a un fuerte militar en Cúpira. Sus familiares lo buscaron, sin encontrarlo. A los 45 días se enteraron que había sido sepultado en una fosa común en una zona boscosa del municipio Acevedo.
El problema se agrava cuando en las OLP comenzaron a participar «colectivos armados». Ramona Fuentes (nombre ficticio para proteger su identidad), es habitante del sector Los Mangos de El Cementerio y relata que en marzo pasado decenas de hombres, pertenecientes a la PNB y ataviados con vestimenta oscura tomaron el cerro. Ellos no fueron solos. Estaban acompañados por grupos de motorizados que los guiaban y hasta señalaban casas donde luego se vieron destrozos. Eran «colectivos» que conocían la zona y a los habitantes.
La puerta de la vivienda de Ramona fue derribada a patadas. Ella estaba en una de las habitaciones y cuando salió a la sala vio a dos funcionarios y a un integrante del grupo irregular. A él lo reconoció. La mujer aclaró que ella no alcahueteaba delincuentes y pidió que se retiraran. Pero los hombres la tomaron por un brazo y la encerraron en una habitación con su hijo de cinco años, que no paraba de llorar. Los sujetos abandonaron el recinto pero la dejaron atrapada. Permaneció siete horas cautiva hasta que su hermana llegó y pudo abrir la puerta del dormitorio. El niño aún experimenta crisis nerviosas y es atendido con terapias psicológicas. Le tiene pánico a la policía.
Según Cecodap, los niños son los que más sufren las consecuencias de estos procedimientos. Entre 2016 y lo que va de 2017, un total de 37 niños y adolescentes fueron víctimas de estos operativos. A algunos los asesinaron, mientras que otros fueron testigos de violaciones a los derechos humanos. «Antes los agentes eran respetados, admirados. Ahora los muchachos no confían en ellos, los miran con odio, temor y rechazo», apunta Fernando Pereira, coordinador de esa ONG.
Amor al hampa
Si bien en El Cementerio la cifra de caídos en estos operativos es dramática, en la Cota 905, donde nació esta medida, los procedimientos se registran hasta dos y tres veces por semana. Sin cámaras. Sin publicidad. Solo con violencia. Por eso los vecinos están aterrorizados. No quieren visitas, no se atreven a denunciar. Cuando la policía llega, nadie salen. Se instaura un toque de queda y los callejones de los sectores La Fila, Las Brisas, La Chivera y El Naranjal quedan desiertos.
La comunidad sabe por qué lo hace. Está curtida. Dicen los vecinos que ya es costumbre que a cualquier joven que vean en el camino, los uniformados lo paran y no vacilan en dispararle. Así le ocurrió a Daniel González, de 15 años de edad. El 3 de mayo salió de su casa ubicada en el sector La Fila a comprar condimentos cuando fue sorprendido por los agentes de la PNB que desde la madrugada se habían desplegado por el barrio para buscar a integrantes de la banda de «El Coqui», el mismo malandro que no han podido cazar en dos años y sigue siendo el principal azote del sector, involucrado en secuestro, extorsión, robo y hurto de vehículos.
Un allegado del adolescente argumenta que el muchacho no se enfrentó a la autoridad, sino que explicó que iba a comprar aliños. La coartada no funcionó. Un tiro selló la desconfianza. Con su muerte, este año van 16 caídos por las OLP en la Cota 905, y ninguno es «El Coqui», Carlos Luis Revete.
Tan solo en 2017 se han producido más de cuatro incursiones en la Cota 905 buscándolo. Cada razia dura varias horas y siempre tiene saldo de sangre. Tres muertos en enero, cinco en mayo y otros cuatro a finales del mismo mes. La información oficial reza que al menos 42 cómplices han fallecido en presuntos enfrentamientos. Pero aún hay más de 60 hombres agrupados en la banda que opera entre El Cementerio y El Valle, donde los grupos delictivos se integraron en un gran bloque que hasta ahora el Estado no han podido desmantelar. “El Coqui” tiene orden de aprehensión emitida por el Tribunal 36 de Control de Caracas.
La violencia de las OLP ha tenido un efecto contrario al deseado: la comunidad se siente víctima y no «liberada». En el caso de la Cota 905, a diferencia de la policía, Revete es venerado por los vecinos. Lo defienden a capa y espada. Es el Robin Hood del barrio. Organiza eventos infantiles, brinda ayudas económicas a los enfermos y a los que viven en pobreza extrema. “Al Coqui le agradezco que ayudó a mi sobrino que tenía cáncer de colon. Aunque no sobrevivió a ese flagelo, no se me olvida que le tendió la mano. El hace más que la policía. Aquí nos reprimen, mientras que los malandros nos protegen. Le tememos más a la policía que al hampa”, dice una vecina de La Chivera. Su vivienda ha sido allanada ocho veces en los últimos dos años. La policía le ha destruido sus muebles, le ha robado los electrodomésticos porque se niega a suministrar información sobre el paradero del delincuente. “Estamos claros de que no lo vamos a entregar, así nos maten”, asesta la mujer.
Cifras en rojo
La palabra «muerte» mascullada tan alegremente no es casual. El investigador Keymer Ávila, abogado egresado de la UCV y Máster en Criminología y Sociología Jurídico Penal por la Universidad de Barcelona, contabiliza que, según registros criminales oficiales y datos extraoficiales, los últimos dos años son emblemáticos en el aumento abrupto de las muertes a manos de funcionarios del Estado. «En 2015 aumentaron 70% respecto al año anterior, y en 2016 el incremento fue de 163% respecto a 2015 y de 344% con relación al año 2014».
«El Ministerio Público en su informe anual de 2015 registró unas 245 personas fallecidas en el marco de las OLP durante sus primeros cinco meses, estas apenas representaron, aproximadamente, 14% de las muertes totales en manos de los cuerpos de seguridad durante ese año. Lo mismo ocurrió el año 2016 en el que los fallecidos por las OLP apenas llegaron a 5%», cifra Ávila para determinar que «la política de respaldar este tipo de operativos militarizados, sin controles legales ni institucionales, impactó directamente en el incremento abrupto de las muertes en manos de los cuerpos de seguridad del Estado en todo el país».
Según el documento generado por el experto, y publicado por Provea, la violencia institucional también tiene un impacto directo sobre la violencia social y delictiva. «El aumento abrupto de las muertes en manos de las fuerzas de seguridad del Estado también influye en el comportamiento de los homicidios». De allí que en 2015, mientras las muertes en manos de las policías aumentaron un 70%, los homicidios lo hicieron un 20%, creciendo 9 puntos la tasa de homicidios por cien mil habitantes, se pasó de 49 a 58, la más alta hasta ese momento, según datos recogidos en sus investigaciones.
En el caso de 2016, «las muertes en manos de las policías aumentaron un 163%, los homicidios lo hicieron en un 22%. La tasa aumentó 12 puntos, se pasó así de una tasa de 58 a 71, la más alta de la historia del país». Y por si fuera poco, «el porcentaje que ocupan las muertes en manos de las fuerzas de seguridad del Estado dentro del total de los homicidios generales del país también se viene incrementando. En 2015 ocuparon el 10% y en 2016 creció 12 puntos para llegar a un 22%».
La consecuencia es clara. Keymer Ávila concluye que las OLP son poco eficaces para la reducción de la violencia delictiva, y «por el contrario contribuyeron a su aumento». Por eso incrementan los homicidios, secuestros, extorsiones, robos y hurtos, mientras ya ni se habla de vehículos recuperados o armas incautadas. Un tiro por la culata.]]>
Publicado originalmente en: Clímax