14 de febrero de 2016
Keymer Ávila | @Keymer_Avila
Hace un par de meses me entrevistaron para discutir el tema de los linchamientos. En esa conversación hice énfasis en varios focos que deben tenerse en cuenta para analizar este fenómeno: 1) El problema de violencia real que tenemos como sociedad que se puede apreciar en nuestras altas tasas de homicidios; 2) El tratamiento mediático del fenómeno que puede sobredimensionar interesadamente estos sucesos; 3) El fenómeno en sí mismo sobre el cuál la información oficial e investigación rigurosa es escasa; 4) La participación de la ciudadanía en materias policiales y de justicia que le corresponden de manera exclusiva al Estado; 5) El problema institucional y su vínculo con el sistema de administración de justicia. Estas líneas quiero dedicarlas solo al último punto. Actualmente el sistema de justicia es un problema en sí mismo que puede ser generador, reproductor y potenciador de otros problemas, cuando su función manifiesta debería ser todo lo contrario: la pacificación y solución de conflictos.
Abundan los ríos de tinta sobre la necesidad de la división de poderes y de un poder judicial independiente. Esto más que una prédica “liberal burguesa” es una de las formas en las que, hasta estos momentos históricos, en ocasiones se pueden poner algunos límites a los poderes fácticos. Esto ya estaba presente en la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia de 1776, en donde previenen la necesidad que permanezcan separados los poderes legislativo, ejecutivo y judicial del Estado. Asimismo en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional francesa de 1789, se considera que una sociedad carece de Constitución si no están asegurados los derechos de la sociedad ni establecida la separación de poderes.
La doctrina progresista coincide en que la división de poderes es saludable para la consolidación del Estado de Derecho y de la democracia; ambas esferas “deben aparecer unidas, siendo ésta la pieza esencial del sistema como garantía de los ciudadanos frente al Estado y los poderes públicos” (Pérez Martínez, 1998).
Es por ello que en Venezuela la existencia institucional de órganos que tienen como funciones el control administrativo del Estado (Consejo Moral Republicano), o sólo jurisdiccionales (Tribunal Supremo de Justicia –TSJ-), representa una dimensión de contra poder al servicio de la legalidad y de la protección de las personas. Todo esto está íntimamente relacionado con la fortaleza democrática del sistema político. Pérez Martínez afirma que esta independencia suele encontrar dificultades, tanto en la dimensión interna de cada estructura, como en el orden externo, en la relación de control administrativo o judicial con los otros poderes del Estado. Estas tensiones y contradicciones dentro del propio sistema político forma parte de su existencia y funcionamiento. El problema sucede cuándo los órganos no cumplen con su función.
La crisis del sistema de justicia venezolano no es reciente. En un trabajo sobre la reforma judicial en Venezuela realizado en 1998 por el PNUD, denominado “Justicia y Gobernabilidad”, se habían llegado a las siguientes conclusiones: 1) Se debe transformar la justicia; 2) La población no tiene confianza en esa justicia; 3) El Poder Judicial es la institución con menor credibilidad en la opinión pública; 4) La gente no denuncia porque no confía; 5) El estrato “E” de la población (los más pobres) prefieren tomar la justicia en sus propias manos; 6) El gran problema de la justicia venezolana es la corrupción».
¿Y qué ha pasado durante los últimos 17 años? ¿Ha mejorado esta percepción? ¿Hemos avanzado en la construcción de un sistema de justicia institucionalmente sólido y más confiable?
En 2009 la Vicepresidencia de la República en conjunto con el Instituto Nacional de Estadística realizaron la Encuesta Nacional de Victimización. En ella, entre otras, se evaluaban distintas instituciones del sistema de justicia. Lamentablemente, esta parte de la encuesta no ha sido tomada en cuenta tanto como sí lo fue la victimización delictiva. Esto es solo una muestra más del desinterés que tanto los medios, como los académicos, tienen por las instituciones que conforma tal sistema. Los resultados fueron los siguientes:
Institución | Calificación del organismo | |
Buena | Mala | |
CICPC | 57,75% | 20,52% |
Policía estatal | 39,47% | 49,76% |
Policía Municipal | 38,13% | 43,6% |
Guardia Nacional | 36,07% | 18,12% |
Fiscalía | 35,97% | 19,58% |
Tribunales Penales | 30% | 22,42% |
Promedio | 39,57% | 29% |
Un 80,15% de los entrevistados calificó la presencia institucional del Estado como débil. Pareciera que prefieren la presencia policial, con todo y que la consideran en ocasiones abusiva, excesiva y corrupta (CONAREPOL, 2006), a la presencia de un fiscal del Ministerio Público o la intervención de los tribunales penales, que resultan los peor calificados de todo el sistema. Estos resultados coinciden con la encuesta 2014 de la CAF en la que la confianza en la justicia en América Latina no llega al 20%, y en Caracas apenas llega al 5%. ¿Qué nos dicen estos resultados? Que hemos avanzado muy poco en este siglo.
Se ha hecho, al menos en el diseño y en lo normativo, algo con las policías (lo que no necesariamente se refleja en su operatividad), pero con el resto del sistema de justicia tenemos una deuda enorme. Hay que hacer una revisión profunda de este sistema. Hay que tener méritos, conocimientos técnicos y solvencia moral para ejercer tamaña responsabilidad.
Los últimos eventos que ha protagonizado el TSJ tales como la designación de algunos de sus miembros realizada por la Asamblea Nacional saliente, la “suspensión” de los diputados electos por el Estado Amazonas y los discursos de la apertura del año judicial no son precisamente esperanzadores.
Publicado originalmente en Analítica.