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La ola de asesinatos en El Salvador puso de nuevo en primer plano que América Latina tiene los peores índices de violencia urbana en el mundo. Después de tantos años de fracasos, ¿cómo pueden los gobiernos revertir este fenómeno?
7 de abril de 2022
Grisha Vera
En apenas 48 horas, 87 personas murieron asesinadas en el fin de semana del 27 de marzo y el gobierno de Nayib Bukele reaccionó con una vieja receta: un paquete de medidas policiales y penales que no han logrado solventar el problema de la violencia allá en El Salvador ni en otras naciones de la región. La receta: estado de excepción por 30 días, siete reformas a las leyes para endurecer el juzgamiento de pandilleros, aumento del presupuesto para armamento, más de 5.700 detenidos. Además, el gobierno está racionando los alimentos a los pandilleros encarcelados y no les permite ver la luz del sol.
La violencia en El Salvador tiene sus propias causas y dinámicas que no son comparables con otros países de la región, alerta Keymer Ávila, investigador y profesor universitario de criminología en Venezuela. Sin embargo, la punta de la pirámide del fenómeno, las muertes, sí constituye un problema que se extiende desde México hasta Argentina.
En efecto, de acuerdo con el ranking de las 50 ciudades más violentas del mundo en 2021, publicado por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal en México, 38 de las ciudades más violentas del mundo se encuentran en América Latina. Según el informe, estas 50 urbes presentan una tasa promedio de 48,08 asesinatos por cada 100 mil habitantes, una cifra que contrasta con el promedio mundial de 6,15.
Juan Solís, investigador mexicano y autor de la serie de libros Atlas de la violencia en América Latina, explica que el problema en la región es heterogéneo y obedece a distintos factores. Cree que es un error, y un lugar común, limitar las causas a la pobreza y la desigualdad. Señala, por ejemplo, las características físicas de las zonas. “Lo podemos ver en la literatura de guerras civiles que señala que los vacíos de poder generados en conflicto se suscita principalmente en territorios con accidentes geográficos. El Chapo Guzmán se escondía en las montañas del Triángulo Dorado en México. Abimael Guzmán tenía un fuerte territorio inexpugnable en la Sierra en Perú. Pablo Escobar tenía un control importante en aquellos territorios donde la geografía era más accidentada”.
Solís y Ávila coinciden en que la lógica electoral en Latam también influye en el poco éxito de los programas de seguridad. “No parece haber voluntad ni capacidad política para abordar el problema seriamente, porque son políticas de largo aliento que trascienden a las coyunturas electorales y una gestión de gobierno en particular”, comenta Ávila. Desde la óptica de Solís la lógica partidista enfoca las medidas y programas en las entidades donde gobierna el partido “amigo” y limita la acción en territorios donde no tienen el control político.
Las deficiencias en la cooperación internacional para abordar programas de seguridad en el marco de una gobernanza regional también influyen. “Queremos seguir abordando el problema de la violencia, principalmente el del crimen organizado, con viejas herramientas. Es decir, asumimos que lo podemos resolver en el ámbito de las soberanías nacionales. Pero no es así, el crimen, como muchas otras cosas, hoy día es transnacional y se necesitan estrategias mucho más amplias de cooperación internacional”.
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El experto aclara que los homicidios, y las otras formas de violencia, son solo los síntomas. “En la región, con sus matices, nos encontramos sumergidos en una violencia estructural que priva a grandes sectores de la población de la posibilidad de satisfacer sus necesidades más básicas y la somete a unas precarias condiciones de vida sin ofrecer a los jóvenes opciones de futuro en el mundo lícito. Esta violencia estructural es la madre de todas las otras formas de violencia”, explica Ávila.
Medidas reactivas y coyunturales
Desde su llegada al poder, Nayib Bukele eligió como bandera la seguridad ciudadana. Al principio tomó medidas similares a la de los últimos días, volcó hacia él la mirada del mundo y recibió críticas de defensores de los Derechos Humanos. Los índices de violencia disminuyeron y empezaron a ser motivo de celebración para el partido gobernante.
Sin embargo, el portal El Faro reveló en una investigación que el Gobierno de Bukele había negociado con los líderes de las pandillas para garantizar la paz. Esa, concluía el trabajo, era la verdadera causa de la disminución de la violencia. En diciembre de 2021 Estados Unidos sancionó a dos funcionarios por pactar con líderes de pandillas. Acuerdos de esas características también se han registrado en otros países de la región como Venezuela, Colombia y México.
Por otro lado, en Latam los gobiernos parecen ocuparse de la violencia sobre todo en épocas de elecciones o cuando ocurren hechos que afectan a la opinión pública. Las medidas suelen ser las mismas: reformas legislativas y programas policiales y militares ejecutados sin mucho respeto por las leyes, como ocurrió en El Salvador el 26 y 27 de marzo.
“Las políticas en América Latina por lo general son reactivas o en el peor de los casos se enmarcan en lo que se conoce como populismo punitivo”, comenta Solís. Para Ávila, estas medidas propician el abuso de poder de las fuerzas de seguridad y esto, a su vez, incrementa la violencia en una especie de círculo vicioso. Monitor Fuerza Letal, una iniciativa regional que analiza los homicidios perpetrados por funcionarios, concluye en un informe que en América Latina las fuerzas de seguridad de los estados suelen abusar de la fuerza letal y que se trata de un problema generalizado.
Ávila, quien participó en ese estudio, precisa: “Tomamos como referente para hacer contraste que la muerte de más de 10 civiles por cada funcionario de seguridad, sugiere que se puede haber utilizado la fuerza letal para fines distintos a la de proteger la vida en situaciones de emergencia”. Según el documento, en 2019, en Brasil asesinaron a 114 civiles por cada agente fallecido; en Jamaica resultó una relación de 86 a 1; en El Salvador, de 39 civiles por agente fallecido y en Venezuela funcionarios de las fuerzas de seguridad cometieron uno de cada tres homicidios.
“La violencia institucional como instrumento de la estructural contribuye a su mantenimiento y potenciación: es selectiva, es racista, es clasista. Cuando se estudian casos observamos cómo en la región los homicidios cometidos por los funcionarios de las fuerzas de seguridad del Estado ocupan porcentajes importantes del total en nuestros países. Esta lógica bélica hace que las bandas se reconfiguren y se doten de mayor armamento que, paradójicamente, les suministran las propias fuerzas de seguridad. Es un ciclo que se retroalimenta constantemente”.
La desconfianza popular en la Justicia y, en muchos casos, la precaria actuación del Estado constituyen otro elemento de esta problemática. En 2016 Juan Garzón, politólogo colombiano especialista en Teoría y Resolución de Conflictos Armados, explicó en un artículo publicado por la Fundación Ideas para la Paz, que en Colombia solo se investigaban para ese momento 38% de las muertes violentas y que el nivel de impunidad entre 2005 y 2010 se estimaba en 96%.
“Una recomendación concreta para el Ejecutivo, es que en lugar de hacer un seguimiento semanal de cuántos miembros de las organizaciones criminales son capturados o dados de baja, concentre su atención en exigirle a las instituciones competentes que aclaren qué ha ocurrido con los responsables (…). El fin de la impunidad y la protección de los ciudadanos debe ser la prioridad, en lugar de estar reproduciendo la lógica de la guerra”, concluyó en su artículo.
Voluntad y capacidad política
Los expertos coinciden en que en Latam es posible disminuir la violencia. Pero advierten sobre la necesidad de cambiar las políticas y programas ejecutados hasta el momento porque no funcionan. Ofrecen buenos resultados en el corto plazo, pero no resuelven el problema real, que persiste y hasta aumenta como está ocurriendo en El Salvador.
Solís recuerda que a pesar de los altos índices de homicidio, en Latam también existen territorios pacíficos. Comenta que las investigaciones no evidencian un patrón común en las zonas con altas tasas de violencia, pero indica que sí existe un patrón en los territorios de paz: la mayor parte de la población es indígena. Esa evidencia, considera Solís, da paso a la reflexión para buscar nuevas maneras de abordar la violencia.
Además, apunta que las políticas deben ser focalizadas. Propone establecer cuatro grupos: países donde todas sus entidades son violentas, países donde existen algunas zonas de paz pese a los altos índice de violencia (el caso de México), países donde existen algunos territorios muy violentos aunque la mayor parte de la nación es pacífica (Chile y Argentina) y naciones donde no existen problemas de violencia. Invita a que los gobiernos analicen y aprendan de sus territorios de paz y que apliquen políticas en materia de seguridad focalizadas, atendiendo los factores particulares de la violencia en el contexto de cada territorio. Enfatiza que no hay medidas generalizadas que funcionen en todas partes.
“Las políticas de prevención solo se pueden aplicar en los territorios de paz. Nadie previene el cáncer cuando ya te lo detectaron. (…) ¿Qué puedes prevenir cuando tienes el problema encima? En ese caso las estrategias son diferentes”. Ante la violencia desatada las políticas de seguridad se pueden consensuar o imponer. “En América Latina generalmente tomamos la peor decisión. No solamente reaccionamos a los problemas, a los gobiernos nacionales les encanta imponer las políticas. Entonces, esas medidas están destinadas al fracaso”.
Publicado originalmente en: Connectas