En la capital de Venezuela no existen grandes cárteles, maras o grupos políticos armados, pero es una de las ciudades más violentas del mundo. Cada dos horas hay un asesinato.
7 de septiembre de 2017
José Luis Pardo Veiras y Alejandra Sánchez Inzunza
Capital Criminal es un viaje por siete ciudades de los siete países más violentos de América Latina. Brasil, Venezuela, Colombia, Honduras, El Salvador, Guatemala y México concentran un 34 por ciento de los asesinatos que se cometen en todo el mundo. Esta serie no es otro ránking sobre tasas de homicidios. Es una investigación del proyecto En Malos Pasos de Dromómanos e Instinto de Vida con VICE News para entender por qué y cómo se mata en nuestras calles.
Segunda parada: Caracas (Venezuela).
En la Plaza de la Concordia, en el centro de Caracas, unos niños juegan al béisbol y alrededor merodean jóvenes, sólo con unos años más: algunos fuman piedra, otros están a la espera de algún despistado para robarle.
Son las diez de la mañana y en la panadería de la esquina ya se ha vendido todo el pan. Hace horas. Pero a diferencia de otros lugares de la capital venezolana, la dueña asegura que no tiene disturbios en las largas colas que se forman por el desabasto porque los colectivos, grupos de civiles armados que dicen defender la revolución, controlan cualquier movimiento.
En las paredes hay una pintada de amor a Hugo Chávez, el presidente fallecido en 2013, adjetivos contra los colectivos “estafadores, delincuentes, paramilitares” y la cara de Obama con orejas de Mickey Mouse y una leyenda: “Go Home”.
En el centro de la plaza, en una caseta de construcción de planchas de aluminio, cuatro hombres se resguardan del fuerte sol de junio. El mayor, de 45 años, todavía se tiene que presentar cada dos semanas ante las autoridades porque cumple una condena por tráfico de drogas. El Jefe, de 28, lleva más de una década en la construcción y en su barriga luce una cicatriz que le recuerda la primera vez que le echaron de una obra, a balazos.
Pertenecen a uno de las decenas de sindicatos de la construcción del área metropolitana de Caracas encargados de representar a los trabajadores, pero que en muchos casos actuaban y actúan más como los sindicatos de la mafia italiana: cobrando un porcentaje por obra bajo la amenaza de violencia. “Hace cuatro años muchos decidimos pactar la paz entre nosotros, porque antes era mucho plomo, nos estábamos matando demasiado”, dice El Jefe. El grupo de sindicalistas conversa al tiempo que vigila los últimos detalles de la remodelación de la Concordia, la plaza construida el siglo pasado como símbolo de unión y paz sobre los restos de La Rotunda, una antigua cárcel donde varias dictaduras venezolanas torturaban y mataban a los presos políticos.
El Jefe y El Mayor, el más viejo del grupo de cuatro, piden que no se les identifique con sus nombres reales:
— JEFE: Yo me metí al sindicaleo a través de la delincuencia. Tenía 15 años, estaba buscando trabajo y no me lo daban. Tenía mi pistola y me reuní con unos chamos porque había otros tipos que no estaban metiendo a trabajar en la obra a la gente del barrio. Los echamos y nos metimos.
—MAYOR: Eso es lo que te decía, el malandro no nace, se hace.
— JEFE: Yo por lo menos me metí a la delincuencia porque me obligaron, me quitaron a mi hermano cuando yo tenía 11 años. Por venganza, por remordimientos. Él era una persona sana y pensé que como a él le podían quitar la vida, a mí también. Automáticamente me compré una pistola. Y de ahí en adelante en la mala vida, ganándome el respeto.
— MAYOR: Yo no quería estudiar más y me fui a la calle a drogarme, a vender droga. Caí preso y estuve cinco años. Cuando ellos me agarraron no tenía nada de droga, pero tenía una orden de captura porque traficaba y me sembraron 50 gramos de heroína. La policía, cuando no te siembra, te mata.
—JEFE: Yo pagué dos canas (pena de cárcel), una sí admití el delito y estuve cuatro años. La otra me metieron. Y ahí es el infierno. Yo soy chavista 100 por ciento, pero muchas cosas que hace el gobierno no me gustan.
— MAYOR: Aquí los que más matan son los policías, ah, y los colectivos. Matan a los jóvenes y están irrespetando los espacios de los sindicatos. Así empiezan las cosas.
Los chicos que jugaban al béisbol han acabado el partido, sólo siguen los que merodean. Los sindicalistas continúan repasando su trayectoria en la violencia. Hablan de su pasado en las bandas criminales, del poder que han logrado los colectivos, de la letalidad de la policía en los barrios. El Jefe recuerda que cuando empezó en los sindicatos ganaba 300 bolívares al mes y con eso le daba para vivir bien, hoy 300 bolívares son lo equivalente a tres céntimos de dólar en el cambio del mercado negro.
Hablan también, como todos los venezolanos, de la situación política, económica y de inseguridad del país, que en el este caraqueño, tradicionalmente un sector opositor de clase media alta, ha hecho que por el día miles de personas marchen contra el gobierno de Nicolás Maduro y por la noche las calles se vacíen entre el miedo a los asaltos y los secuestros. Las “cosas”, como dice El Mayor, empezaron hace tiempo en Caracas. Hoy, todas estas violencias, la han convertido en una de las ciudades más del mundo. Cada dos horas, alguien muere asesinado.
Relacionado: Joven, negro, pobre: ellos son las víctimas de homicidio en Fortaleza.
En la capital de un país donde en los últimos años ha escaseado la harina y los medicamentos, no faltan las armas y las municiones. “De cada cuatro armas que se importan legalmente al país, el estado sólo sabe dónde está una. Y entre todos los cuerpos de seguridad de Venezuela tienen 180.000 armas, las denuncias de armas robadas, son el doble. Tenemos una sociedad muy armada y sin control. Es una bomba del tiempo”, dice José Luis Fernández, investigador de la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin). Las armas no se saben dónde acaban, pero se saben de dónde salen, porque la importación de armas y la fabricación de municiones son monopolio del Estado. También que el 86.6 por ciento de los homicidios del país, según la fiscalía, se cometen con armas de fuego.
Una anécdota entre los venezolanos es que hace años se peleaban a golpes a la mínima oportunidad, pero han aprendido a bajar la cabeza y callar porque no saben quién pueda acabar la discusión con una pistola.
La charla con los sindicalistas acaba al mediodía. El Jefe nos acompaña a almorzar. Cuando sacamos el celular para hacer unas fotos, un puñado de los merodeadores se acercan a nosotros como las polillas a la luz. Cuando ven a El Jefe, se dispersan.
***
Petare es una panorámica de tres cerros con casas aglomeradas por sus dos laderas en el este de Caracas; como si se juntara diez veces la favela más habitada de Río de Janeiro en el mismo lugar. En el interior de las calles laberínticas del barrio más grande de América Latina, nadie sabe cuántas personas viven: según el último censo oficial, unas 800.000, pero las estimaciones que se han hecho en relación a la basura producida elevan el número a casi un millón.
El mismo misterio se da para contar el número de bandas criminales que se reparten el territorio y a veces dominan una cuadra, a veces dos, a veces son un par de muchachos con una pistola y otras hasta 30 individuos. La certeza es que en Petare los jóvenes del barrio mataban a los jóvenes del barrio a finales de los 80, cuando el país estaba sumido en una crisis económica y social y la tasa de homicidios casi se duplicó (de 9.4 a 15.6 por cada 100.000 habitantes), lo siguieron haciendo durante los años de bonanza del chavismo y sus programas sociales (39.1) y lo hacen ahora con el país de nuevo en crisis (70.1). Entre todas las violencias que azotan al país, y a su capital, la de las bandas que controlan lugares como Petare, sigue siendo la que más asesinatos produce.
“La violencia se puede explicar por tres dinámicas. Una dinámica de afirmación del sujeto, de atribuirse respetabilidad, honor, reconocimiento. La segunda es el crecimiento de la violencia cuando el Estado pierde el poder de regular, lo ves en las cárceles donde está impedido con el incremento de presos o en los barrios por exceso, por el aumento de la represión policial y los abusos”, dice Andrés Antillano, investigador del Instituto de Ciencias Penales de la Universidad Central de Venezuela. “Y la tercera es la economía de la violencia. Las bandas extraen las rentas del territorio. Aunque muchos chicos lo que ganan en cinco minutos, se lo gastan en tres. Esta idea de las rentas es como Venezuela, lo que nos pasa con el petróleo. Nos llenamos de rentas, nos volvemos locos. Hace tres años, era un país con un nivel de vida impresionante y de la noche a la mañana nos quedamos desnudos, como les ocurre a estos chicos.”
Relacionado: Tres veces Venezuela: una historia de poder, crisis y lucha social.
El pastor evangélico Eduardo Payuelo se convirtió en uno de estos chicos cuando con 17 años, como dice, “buscó una supuesta salida”. Ahora está sentado en la azotea de su templo, en la entrada de El Encanto, la comunidad de Petare en la que nació y creció, pero durante seis años este hombre que parece un fideo de casi dos metros, se sentaba en una esquina del barrio que llegó a ser su esquina.
Una noche, después de que su padrastro golpeara a su madre, salió a calle lleno de odio y al poco tiempo ya tenía una pistola. Empezó como vigilante y recadero (un cachorro). Con el tiempo consiguió ascender a perro (lugarteniente) y al final a jefe de una banda (el volante de un carro). La jerga de las bandas está llena de palabras referentes a la velocidad, bien por la adrenalina de los jóvenes o bien porque saben que tienen que vivir rápido y la muerte les espera. La banda en la que estuvo Payuelo cambió de nombre cada vez que asesinaban a su líder: cinco veces en seis años.
— Llegué a tener en cierto momento una gran fama. No era ni respeto. Es un respeto mal entendido. Era un temor que yo le causaba a la comunidad. Todos se sonreían cuando echaba un chiste, aunque no fuera muy bueno, y aunque no estuviera en lo cierto todos aplaudían.
Su mundo se reducía a esas pocas cuadras bajo su control. Si salía de las fronteras dibujadas por la violencia, sabía que le tocaba intercambiar disparos con alguna banda rival. En sus últimos años en el crimen, al llegar la noche, se encerraba en el cuarto a llorar. Payuelo conoció a un pastor que predicaba en la comunidad y se hizo cristiano. Hoy camina por esas fronteras invisibles predicando para sacar a jóvenes de la violencia. En El Encanto, dice, todavía hay siete bandas que se reparten el control del barrio.
A unos quince minutos en moto del templo del pastor, María Elena Delgado, una señora que ha vivido sus 60 años en Petare, cuenta las bandas que hay en un radio de diez minutos caminando desde su casa y le salen seis. Vive en el barrio Niu en una casa de ladrillo de dos plantas en las que ha criado a siete hijos biológicos y otros ocho adoptivos, entre nietos, sobrinos y primos. Su vivienda está en medio de un pasadizo con casas abigarradas en el que las que se podría saltar a la ventana del vecino sin demasiado esfuerzo. “Cuando llegué había mucho espacio, negocios, la vida era sana. La superpoblación trajo la delincuencia porque la gente pasa hambre, roba, se pierden los valores”, recuerda con nostalgia. A medida que su barrio se fue hacinando y las bandas proliferaron, su familia fue disminuyendo.
A uno de sus hijos lo mataron de una puñalada en la casa de su hermana, adónde se había mudado porque en Niu las balaceras eran diarias. El asesino, un vecino de toda la vida, huyó a Colombia. “A la niña me la mataron aquí, cerca de la estatua de la Virgen. Iba con mi nieto cruzando la calle y se empezaron a echar plomo. Le dio una bala en la cabeza. No llegó viva al hospital”.
Wilmer, uno de sus hijos adoptados, iba en una camioneta cuando empezó otra balacera. Una de las balas traspasó el vidrio y lo mató. “Él llegó hasta casa, se murió en mi regazo”. Una tercera balacera se llevó a un nieto. Un atraco a uno de sus sobrinos. Otro, se llevó a un segundo nieto. María Elena Delgado dice que al mayor de sus hijos biológicos prefirió verlo preso que muerto. Se enteró de que andaba con un delincuente que había matado a un miembro de otra banda. Ella misma lo llevó a la policía. “Pasó dos meses ahí y cuando volvió se arrodilló y me pidió perdón”.
La señora Delgado no se quiere mover de su casa porque su madre todavía está viva y la mayoría de su familia, la que no se ha llevado la violencia, vive en Petare. Su preocupación son los nietos que todavía está cuidando. A uno de ellos, de 11 años, lo manda a por cigarrillos a la casa de la vecina. “A la hija de ella la mataron hace dos meses”, dice. El niño estaba en casa un día que entraron a robar y a uno de sus primos le dispararon en las piernas. Sobrevivió.
— ¿Cuántos muertos has visto?—, le pregunta Delgado a su nieto cuando regresa con los cigarrillos.
— Mi tío, mi primo y los malandros que mueren ahí en la calle—, le responde.
Delgado hace una pausa porque suena su celular. Le están llamando para avisarle que otro de sus sobrinos ha aparecido después de unos días sin noticias de él.
— Va a venir para aquí. Voy a criar a otro más.
***
En algún momento del día, tal vez por la tarde o muy temprano en la mañana, Caracas podría parecer una ciudad normal. Pero es sólo por unas horas, en un determinado momento, por ejemplo, cuando los cafés de Los Palos Grandes están repletos y la gente camina por la calle y el metro funciona. Pero esa supuesta normalidad dura poco tiempo porque después algo pasa que hace recordar que en Caracas algo no está bien. La capital se delata a todas horas, ya sea por las marchas que pasan todos los días por la Plaza Altamira, un barrio de clase media alta y las cacerolas que suenan a indignación, o los chicos de la calle que piden apoyo para la “resistencia”, el movimiento de jóvenes que estos días de junio están en el frente de las protestas contra Nicolás Maduro y aparecen encapuchados en los semáforos y uno piensa que lo van a asaltar. O simplemente al ver las paredes con graffitis que se quejan de la falta de papel higiénico y de la “dictadura”. O en las tardes, cuando los supermercados y comercios cierran a las 18:00 y en la noche, las calles quedan vacías. O el hecho de que sacar el celular a plena luz del día, en cualquier barrio caraqueño, se ha convertido en un acto de valentía.
Aunque la violencia no afecta igual a toda la ciudad, se podría decir que en Caracas existe una igualdad del miedo. Los barrios más ricos son fortalezas rodeadas de muros y guardias y en los restaurantes y tiendas exclusivas, el letrero de “Zona libre de armas” es tan común como el que prohíbe fumar. Hay algo que democratiza Caracas: ser víctima de ella.
Roberto Patiño, un joven de clase media alta que estudió políticas públicas en Harvard, recuerda que cuando tenía 17 años, su hermana sufrió un secuestro exprés. La liberaron casi de inmediato por ser médico. “Los secuestradores le dijeron que cuando a ellos les caen a tiros, los médicos les salvan la vida”, dice este tipo de barba y ojos negros grandes. Seis años después, su padre también fue secuestrado por unos policías durante seis horas y fue liberado hasta que la familia pagó el rescate. Cuando era niño, Patiño vio cómo a su tío le pegaban un tiro para robarle una camioneta. “En Caracas todos somos víctimas de una u otra forma. Siempre tienes un familiar o un amigo que ha sido víctima de violencia extrema, ya sea un homicidio, un secuestro o un asalto a mano armada”, explica el fundador de Caracas Mi Convive, una organización que promueve la convivencia en más 40 comunidades para reducir la violencia en la capital.
El músico One Chot se puso así sin saber que un día le pegarían un tiro en la cabeza. Como le decían Juancho, su nombre fue mutando hasta que acabó en ese juego de palabras que sería premonitorio para él. El último recuerdo que tiene fue una semana antes en un concierto, pero no se acuerda de cómo aquel día de febrero de 2012, fue a buscar unos discos a casa de una amiga, y estacionó su carro cuando le dispararon.
Estuvo tres semanas en coma inducido y cuando despertó lo primero que preguntó fue por sus rastas, que le habían cortado para la operación. “Yo digo que era por un secuestro o para robarme la camioneta, nunca lo supe. Me robaron el celular, pero yo creo que eso fue la policía. Le tengo más miedo a ellos que a los malandros”, cuenta el músico activista que constantemente canta a la ciudad y sus violencias con canciones como Postales de Caracas, Ella Mata o Ciudad Podrida, que en el estribillo dice:
Esta noche la sangre correrá, esta noche en un lugar algún infante moriría. Esta noche mamá tendrá que llorar porque la vara de un malandro a su hijo matará. La sangre correrá Ríos de plasmas cruzarás para entrar a mi ciudad. Asesinos bajen sus armas ya antes que tengan que escuchar nuestras alarmas sonar. Nuestra ciudad está podrida, de verdad, nuestra realidad no se aguanta más.
***
Las bocinas instaladas en la Piedrita, una de las comunas de la parroquia del 23 de enero, en el oeste de Caracas, comenzaron a sonar pasadas las seis de la tarde del martes 27 de junio de este año. Una testigo recuerda que las consignas eran que “estábamos en guerra y había que proteger la revolución”. Unos minutos antes el piloto de la policía científica Óscar Pérez, había lanzado cuatro granadas al Tribunal Supremo de Justicia desde un helicóptero. Pérez, que hasta hoy sigue prófugo, había colgado varios vídeos en Instagram asegurando que formaba parte “de una coalición de funcionarios militares, policiales y civiles en contra de este Gobierno transitorio y criminal”. Así que, en el 23 de enero, los colectivos, grupos de civiles armados que se definen como los guardianes de la revolución y que para muchos son paramilitares al servicio del gobierno, salieron a las calles y lanzaron la alarma.
“Es un toque de queda, aunque no te lo dicen”, asegura la testigo, que ha vivido siempre en esta zona y pide anonimato por miedo a represalias. Esa noche los que cruzaban el portón para entrar en la Piedrita ya no podían salir, los que salían no podían entrar. La escena, según nos dijeron varias personas cuando visitamos la zona, se repitió en distintos lugares de la parroquia.
El 23 de enero está íntimamente ligado a la figura de Hugo Chávez: desde aquí lanzó un golpe de Estado fallido en 1992 y en esta parroquia está sepultado. Pero la tradición revolucionaria de la parroquia se remonta a los 70, cuando se formó la organización de los Tupamaro, un grupo marxista-leninista que fue la matriz de la que, a través de múltiples escisiones, surgieron los colectivos.
— Al principio tenían una obra social y sobre todo de seguridad. Venían encapuchados y echaban a los malandros. La comunidad estaba más segura. Pero luego cada quien sacó su estructura y todo se tiñó de política. Ahora amedrentan, tienen poder porque están con el Estado, tienen nóminas paralelas a sus trabajos. Tienen cualquier cantidad de armamento. Dicen que te ayudan, pero es una verdad disfrazada.
Como habitante de la Piedrita, la testigo está obligada a ir a todas las juntas y aunque le gustaría marchar contra el gobierno de Maduro, no puede porque “si me ven los colectivos me pegan un tiro”.
— Me ha tocado ver a vecinos asesinados. Yo creo que hay más descontento de la comunidad, pero quién habla. A alguien con una 9mm, ¿qué le vas a decir? Pues nada. Tienes que morir callado.
En la parte baja de la parroquia hay pequeños expendios de droga y en la parte alta, continúa el dominio de las bandas. Los colectivos controlan la parte media. En el corazón del 23 de enero está la Comuna Panal 2021, que coordina la Fundación Alexis Vive, uno de los colectivos más antiguos. Jefferson Morán trabaja en la radio comunal. Es un veinteañero que nació en el interior del país y que el día que murió Chávez sintió un gran dolor por su pérdida y decidió enrolarse en las Fuerzas Patrióticas Alexis Vive, que cambió su nombre a fundación, según Morán, debido a “la guerra declarada de los medios a la organización del pueblo”.
A la comuna, en la que viven 10.000 personas, se accede por un arco de cemento que lleva a una cancha de fútbol y de ahí a la radio comunitaria. Hay comercios, un banco comunal, proyectos productivos para el campo. Y, como en todas, un circuito de cámaras. Estos días los activistas de Alexis Vive están ocupados porque como todos los colectivos, han lanzado un candidato para la Asamblea Constituyente convocada por Maduro. Morán dice que “Chávez es sagrado” y que le dio un mandato al pueblo que los colectivos defenderán más allá de las urnas.
— En el remoto caso de que la derecha tome el poder en Venezuela a nosotros no nos van a decir qué hacer. Somos autónomos. No vamos a entregar este proyecto.
***
Todos los días, Mervins Fernando Guittian llegaba a su casa en Petare antes de las 17:00 horas para ver “Se ha dicho”, un programa en el que una abogada resuelve conflictos cotidianos de los invitados. No permitía que nadie hablara mientras veía la televisión, pero le gustaba comentar con su abuela durante la publicidad.
El pasado 20 de abril, Guittian, quien sufría de epilepsia, cumplió con su rutina y después se fue a casa de su tía. Ella le tenía preparado unos bistecs para que comiera al día siguiente en su trabajo como supervisor de obras y mantenimiento en la Alcaldía de Sucre. Tomó café y galletas y al despedirse, su tía le dio la bendición. Cuando regresaba a su casa, a sólo unas calles de ahí, se encontró con una protesta en el puente del barrio 5 de Julio, la gente corría porque había hombres armados junto a la Guardia Nacional que reprimían la manifestación. A él no le dio tiempo de hacer nada, porque apenas bajar un Guardia Nacional le disparó y lo mató.
“La Guardia estaba haciendo lo que sabe hacer mejor, reprimiendo a todos. Ellos decían que él estaba en la guarimba (como el gobierno llama a las protestas), pero no aparece en los vídeos”, cuenta su abuela Nervis Díaz, una mujer esquelética de pelo completamente blanco.
Desde que Hugo Chávez llegó al poder en 1999, Venezuela ha vivido distintos tipos de violencia política a través de amenazas, saqueos, invasiones, detenciones arbitrarias y censura, pero en Caracas, esta violencia tuvo su máximo este año, cuando murieron 124 personas. De estos homicidios durante las protestas, 46 fueron responsabilidad de las fuerzas de seguridad, de acuerdo con Naciones Unidas: dos por inhalaciones de gases lacrimógenos, uno por perdigones de plástico, 14 por perdigones y “metras” (canicas), dos por el impacto de bombas lacrimógenas y 27 por armas de fuego.
“El Estado ha sido muy eficiente para detener y procesar a más de 3.200 manifestantes en dos meses y medio, pero esa misma fuerza no ha podido evitar la trágica cifra de violencia; no sólo los muertos, también los más de 1.300 heridos”, afirma el abogado Nizar El Fakin, especializado en este tipo de casos. “Allí donde ha habido muertos ha habido antes un comportamiento totalmente represivo”, agrega.
Nervis Díaz todavía viste de negro. Carga todos los días con un letrero del mismo color con el nombre de su nieto. Lo único que espera es que su caso no quede impune.
***
Al final de una escalera infinita, empinada al estilo de una pirámide, está el lugar en el que una pareja de policías fueron quemados. Hace tres días que los vecinos de Santa Eduviges, en El Cementerio, un conjunto de barrios y caseríos que se incrustan en la montaña sobre el Cementerio General Sur, comentan en voz baja lo que pasó:
—Yo vi al chamo que les robó. Bajó aquí con todas sus cosas, traía los celulares, las carteras. Traía las identificaciones de ellos y cuando vi eso supe lo que les iban a hacer, cuenta Romer Pérez, ex guardia nacional.
—Era una pareja que venía a visitar a la familia. Tuvieron mala suerte. Les prendieron fuego ahí arriba, dice Diosmar González, supervisor de limpieza en una empresa privada.
—Venían todos los niñitos y me decían: ‘¿Usted oyó?’ Y les respondí: ‘No y ustedes tampoco’, recuerda Irma blanco, profesora de primaria.
—Y al día siguiente recogieron los cuerpos y vino toda la policía a matar a quien pudiera, como siempre, mataron a cinco, dice Juan Osorio, creyente de candomblé.
Los vecinos dicen que El Cementerio tiene dos caras: la bonita y la fea. La bonita es abajo, no importa en qué parte de la barriada, siempre abajo, donde están los comercios, la gente hace fila para el pan y los vecinos toman guayoyo (café) y juegan caballo (apuestas). La fea, es arriba, explica Romer Pérez, señalando además un graffiti con los ojos de Hugo Chávez que se ve en la cima del cerro. Habla enfrente de una cancha de baloncesto a la que los malandros tienen prohibido ir armados.
Diosmar González sube sigiloso los cientos de escalones como un niño pequeño que va a un lugar prohibido. Pide que no llevemos la cámara, porque arriba dominan los malandros y para subir, hay que avisar antes. Allí fue donde ocho hombres armados asesinaron a Daniel Flores y Beyci Carolina Sánchez, miembros de la policía científica, de 24 y 22 años, el 21 de junio. Eran pareja y supuestamente había ido a recoger la ropa de él porque semanas atrás las bandas criminales lo habían echado del barrio por ser policía.
“Hace un año y medio que los corrieron (a policías y funcionarios)”, dice González. “Con las OLP (Operaciones de Liberación del Pueblo), vieron que el enemigo eran ellos y las bandas se unieron contra la policía. Les dijeron que era mejor que se fueran antes de que pasara lo peor. Ya han matado a varios por eso, como a otro que mataron en La Cota 905 (otro barrio popular), también lo quemaron. Era grandote y quedó chiquitito, como chicharroncito”.
Desde 2015, las OLP se han caracterizado por ser operaciones extremadamente violentas en las que participan varios cuerpos policiales en zonas dominadas por el crimen. Y el asesinato a policías, que este año va en 63, es una respuesta de las bandas a estas operaciones.
Cuando Caracas empezó a sonar a nivel internacional como una de las ciudades más peligrosas del mundo se han hecho un par de intentos por resolver la situación, pero la capital nunca ha tenido una estrategia sólida para combatir el crimen. En 2013, el gobierno abrió el diálogo con unas 280 bandas en todo el país para promover su desarme y la reinserción social de sus integrantes, según el viceministro del interior, José Vicente Rangel, responsable de la negociación a la que bautizó como “territorios de paz”. El trato era que los criminales dejarían la delincuencia a cambio de empleo y ayudas del gobierno. Hay varias discrepancias sobre este acuerdo de no agresión. Se dice que las bandas exigieron que no hubiera patrullajes en las zonas y que los malandros se desarmaron, pero compraron después nuevas armas, por lo que, según acusaciones de la oposición, los territorios de paz se convirtieron en áreas liberadas para el crimen.
“Las zonas de paz fue un pacto, pero no llegó a ser tan importante como en El Salvador. Se dio en unas zonas del estado Miranda, pero las OLP no nacieron como respuesta a las zonas de paz”, explica el criminalista Keymer Ávila. Pero desde 2015, las operaciones policiales en barrios como El Cementerio, la Cota 905, El Valle y otras zonas dominadas por las bandas, han sido cada vez más comunes y más agresivas. “Cuando el Estado tiene problemas de legitimidad tiran un operativo. La OLP es el símbolo de una represión del sistema”, agrega Ávila. Según el último informe de la ex fiscal Luisa Ortega, hoy exiliada, un 20 por ciento de las muertes violentas en Venezuela son a manos de los cuerpos de seguridad.
“Ellos tienen R15, AK47, granadas; se han encontrado morteros en la cárcel y hasta se dice que hay un misil en el 23 de enero, ¿qué podemos hacer nosotros con una 9mm?”, dice un miembro de la policía científica, que nos pide mantener su anonimato. “Si un policía quiere sobrevivir firma pacto”, afirma este moreno, robusto, que ha recibido 8 tiros en su labor.
El 12 de mayo, una OLP en el barrio Unión Artigas impidió a los vecinos celebrar el día de las madres. Así que un mes después decidieron hacerlo conmemorando a las siete personas que fueron asesinadas durante la operación y escuchando los testimonios de las mujeres que habían perdido a sus familiares en los últimos años en manos de las fuerzas del Estado:
—Desde la puerta vi cómo apuntaban a mi hermano. Decían que era un delincuente y que matando al perro se acaba la rabia. Lo arrastraron y se lo llevaron. Yo tenía 11 años.
— Le dijeron que le iban a volar la tapa de los sesos. El muchacho les decía: ‘Les doy todo lo que quieran pero no me maten, no me quiten la vida’. Mi hijo se quedó en el tercer piso y ahí lo masacraron.
—Mi hijo estudiaba criminalística. El 14 de julio de 2006, estaba trabajando y llegaron y lo encerraron en un hueco y lo atacaron con una metralleta. Apareció con nueve disparos. Tenía 19 años.
—A mi hijo lo mató un Guardia Nacional hace cuatro años, siete meses, siete días. Él estaba saliendo con la ex esposa del guardia. La noche anterior el guardia comentó a sus compañeros : ella viene mañana a traerme los papeles del divorcio, con el que venga, la voy a joder. El que la acompañó fue Víctor Bárcenas, tenía 27 años.
Las mujeres hablaban en una carpa y se abrazaban unas otras, con el dolor que sólo entiende alguien que ha perdido un familiar. Ese día, Unión de Artigas lidiaba entre la fiesta y la tristeza, como el estado esquizofrénico de la propia ciudad. Antes, un grupo tocaba salsa; un cantante de ópera hacía llorar a los vecinos; un sacerdote, hablaba sobre los muertos; las niñas que habían salido ese sábado de su primera comunión, jugaban en sus vestidos blancos, mientras sus padres sujetaban carteles exigiendo que disminuyeran los homicidios en el país.
Luego, en el centro, se armó una rueda donde las parejas bailaban ritmos africanos. Todos comieron sancocho. Otros niños, que antes tocaban los tambores, dibujaron con spray la silueta de un muerto sobre el suelo y luego otra y otra y otra, hasta que eran decenas.
***Los datos de este texto provienen del Informe Anual de la Fiscal General de la República, del estudio ¿De qué hablamos cuando hablamos de violencia? de Reacin, de las cifras de homicidio del Ministerio de Interior y Justicia y del informe del alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU sobre Venezuela.
Todas las ilustraciones son de Clementina León.
Publicado originalmente en: Dromómanos